Isabel de estreno.
¿Qué hacía en la oscura noche de la dictadura una limusina más cercana a los casamientos de Brooklyn, o jubilada de una embajada del último mundo, doblando por Lavalle? Sólo su desmesurado motor sonaba en medio de la amplia calzada, y los pocos transeúntes iluminados, se iban dando vuelta, sin darse cuenta de que eran partícipes de un hecho que el tiempo haría historia. Y de qué extraña materia se construye ésta, que no podíamos concebir siquiera, los presentes, testigos involuntarios de un hecho gigantesco, de lo que íbamos a presenciar.
Tanta tinta ha corrido para completar, si es que los trazos de la escritura agregan algo a lo que los ojos ven, el primer paso del hombre en la luna, que aún no sabemos lo que realmente ocurrió allí. Menos podríamos reflejar el último estreno de la dupla que ya comenzaba a entrar en la eternidad, cuando bajo la lluvia de unas pocas postales autografiadas sobre una foto de otra época, y guiada por el hombre que la construyó, el mito daba la última pincelada a su gran fresco. La Coca, como algunos se atrevían ya a nombrarla, enfundada en el vestido que la había acompañado en todos sus grandes momentos, el pelo azabache como los caballos que acariciaba, daba sus primeros pasos hacia el interior del hall, para dar testimonio del último estreno.
Adentro, el dolor de ese tiempo que nos tocaba vivir parecía mermar: la alegría era genuina, sentido el amor hacia la dama que regresaba una vez más. No cientos, menos miles... esas cifras se corresponden con los festejos del entonces pasado mundial, con las deudas que se acumulaban por la supuestas necesidades de la Argentina moderna, pero no eran pocos los piragüitas que vibraban al compás de “¡I-Sa-Bel! ¡I-Sa-Bel!” mientras ella los acariciaba a todos por el aire.
Y pensar que cuatro años antes ese nombre era una cosa tan distinta, que sin la señora Sarli allí, podrían haber sido los concurrentes conducidos a la comisaría, por pretender practicar el proscrito arte de la política.
El papel picado saltaba de los bolsillos de unos trajes que horas antes habían sido vistos en los pasillos de tribunales llevando en su interior espíritus doctos…. ¡Cómo es el hombre, que lleva tantas vidas encima...!
Lo primero que se advertía, era que entre ellos se conocían, pero ¿de dónde? De otros estrenos seguramente: Un paragüita que aspiraba a ser sombrilla por el color llevaba adosadas tantas fotos de la señora que no podía pertenecer a una sastrería teatral, ni ser objeto de campaña publicitaria alguna que pretendiera dar un golpe de efecto.
Era el carnaval que Buenos Aires no podía tener, una fiesta que anticipaba, que veía a lo lejos, hacia atrás los happenings perdidos, hacia delante la alegría que aún nos debemos.
La señora trataba de dar dos pasos seguidos aunque nadie le obstaculizaba el tránsito, era parte del rito el sentirse acosada, como en sus películas cuando gritaba “dejenmé, dejenmé...” a los que pretendían violentarla: qué mujer tan frecuentemente violada era la que surgía luego de ver todas sus películas en continuado.
Después de las flores, el papel picado y la serpentina, la oscuridad de la sala, el comienzo de aquel amor en tierra del fuego, vasto collage de sobrantes unidos por el hilo conductor de una muerte segura y escotada en el hielo.
Porque todo este recuerdo se justifica si comprendemos que era en los estrenos donde se veía el verdadero arte de la otra mitad de ese dúo: Dios creó a la mujer de una costilla de Adán, y Bó creó a la Sarli de la nada; o, si se quiere, de un concurso de belleza de Gimnasia y Esgrima. Cómo creer que lo anterior a Armando tuvo algo que ver con lo que éste hizo.
¿Quién la hizo Pombero mezclándola con esas máscaras que Corman hubiera envidiado para sus películas de bajo presupuesto?
¿Quién la adornó con esas arpas y esos órganos en la furia del trópico, o en las angustias de los hacheros del litoral?
Pero no era de esa construcción monumental con que el gran Armando la dotó a la bella señora de la que hablábamos aquí. Era más bien de esas fiestas de la sub-realidad porteña de entonces, los estrenos de la Coca, y de su capítulo final: De una despedida que no sabía que era tal, que para algunos había comenzado muchos años antes, cuando las cámaras del noticiero de Canal 11, a la vuelta del colegio y mientras nos preparaban la comida, reflejaron. En la plaza de Mayo, una supuesta huelga de hambre de una pareja quejándose porque le impedían el estreno de su película. “Es una loca”, dijo una madre, y “seguro que tienen el sánguche bajo el banco, a ver si se lo comen las palomas”, agregó una abuela, que había venido a ver el novedoso invento de la tele con nosotros.
Pero era también la de las rateadas en los cines en los que te dejaban pasar, ya ahí en color, pero todavía ocultísima y desestimada por todos: la enfant terrible que nos incomoda. La que no puede enseñar a follar porque siempre es violada, y no del mismo modo, sino de la misma manera.
Puede que alguno de los presentes en la gran gala hubiera visto sus primeras películas con el mismo aire festivo con que se apreciaron sus últimos logros. Escenas inolvidables como la del supuesto policía francés deteniéndola por vender su cuerpo en una calle de París y mostrándole como credencial, una cédula de la Policía Federal Argentina. Anticipaciones tecnológicas como las del teléfono inalámbrico cuando el ama de llaves le lleva el artefacto hasta la alberca en la que se prodigaba uno de sus infinitos baños munido de un cable varias veces kilométrico.
El collage del amor en Tierra del Fuego avanzaba. Qué actualidad tiene hoy la escena del mate en la gran muralla china, cámara en mano... La película se vuelve una road movie vista a través del espejo de Alicia. Cuántas cosas hacía el polisémico de Armando sin saber, o sin querer, como cuando superponía a Isabel sobre las publicidades de las empresas aéreas. Allí uno debía entender: “Ah... es Isabel que pasea por el mundo”.
La película llegó a su fin sin que nadie pudiera impedirlo. Se estaba tan bien en la ficción, se sentían tan confortables sus tapados de piel, que permitían el inolvidable escote, que uno se quedaba, sin advertirlo, hasta los títulos finales, y cuando se reaccionaba, la dama se había ido entre los vítores que nunca se detenían.
Lavalle estaba helada, y el único ruido fue el de la puerta de la limusina, que dobló para perderse en la noche.
La ciudad dormía lo que podía, sin saber que la dama nunca más volvería con ese ropaje, aquél que sólo le daba Armando cuando la miraba de esa manera tan especial. Porque él le podía decir, como en la canción: “que seas como yo te imaginé...”
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