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:: Sexo y cine

Siempre el mismo...


El cine fue avanzando, creciendo, ganando materia expresiva, cambiando recursos y aprovechando su capacidad de representación; el sexo, en cambio, fue siempre el mismo y, sin embargo, tuvo que aprender a filtrarse por los resquicios, por las grietas. A medida que avanza la industria cinematográfica empiezan los desnudos y aparecen los secretos. El cine empieza sugiriendo y termina mostrando en un ciclo que se repite invariablemente, mucho más allá del “sexo clandestino” que creció y se reprodujo en forma paralela a la historia del cine comercial. El sexo siempre parece destinado al escondite. Será porque es más romántico así...
La dicotomía mostrar/sugerir parece haber sido la barrera entre el erotismo siempre envuelto en algodones y la burda pornografía condenada sistemáticamente. El erotismo une lo que la pornografía fragmenta y consume inmediatamente. El erotismo tiñe de poesía lo que la pornografía humedece con indecencia y obscenidad. Así lo ha visto la historia del cine.
La mujer, en general, tiene en ese proceso un papel fundamental: es el cuerpo. O el rostro con suerte. El cuerpo es la cárcel del alma y el sexo es la casa del pecado. Pioneras del cine han dejado huellas; han demostrado que la mujer es mucho más que la carne y que es, también, la representación de la belleza, de la pasión, del amor.
Dueñas de sensualidades particulares, de costados diferenciados, todas han interrumpido los sueños de varias generaciones, protagonizando fantasías, manejando el deseo. Han sido, sólo para nombrar a dos del período mudo, Theda Bara en Cleopatra (J. Gordon Edwards, 1917) y Louise Brooks en La caja de Pandora (Die Büchse der Pandora, Georg Wilhelm Pabst, 1929). Hasta que en 1930 aparece con una gélida pero imponente belleza, Marlene Dietrich de la mano de Josef Von Sternberg encarnando (más que literalmente) a Lolo-Lola en El ángel azul (Der blaue ángel); cautivando tanto a hombres como a mujeres con su sexy ambigüedad como lo hizo también Greta Garbo en Mata Hari (George Fitzmaurice, 1931).
La década del ´40 en Estados Unidos estuvo signada por el siniestro Código Hays devoto de enfriar las pantallas del mundo. La censura tapaba cualquier atisbo de libertinaje. Convirtiéndose éste período en uno bastante poco cálido.
Sin embargo, nada impidió la aparición de diosas con pulsera en el tobillo que encendieran la platea masculina, como Barbara Stanwyck en Pacto de sangre (Doubble indemnity, Billy Wilder, 1944) y algo de erotismo acuático dejaron ver los musicales de Busby Berkeley.
Capítulo aparte merece Rita Hayworth en Gilda (Charles Vidor, 1946) con su osado strip-tease que dejaba apenas ver su pierna asomando por el vestido y se quitaba un guante. El tema es cómo lo hacía. La mirada dibuja y perfila todo lo que las imágenes no muestran. La mirada ha hecho a lo largo de la historia que sacarse un guante fuera mucho más que eso, fuera dejar una mano desnuda.
La censura mutiló Duelo al sol (Duel in the sun, King Vidor, 1946) pero no impidió que después de violaciones y todo tipo de maltratos Jennifer Jones encontrara a Gregory Peck en un beso después de dispararse mutuamente.
El código Hays operó hasta 1946 convirtiéndose en un oscuro recuerdo para la producción cinematográfica de toda una generación. Pero, a pesar de ese vacío, el goce frente al cuerpo siguió su camino. Si no, recordemos a Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo (A streetcar named Deseo, Elia Kazan, 1951) con su remera ajustada dejando asomar los trabajados brazos de un auténtico hombre. O a James Dean en Rebelde sin causa (Rebel without a cause, Nicholas Ray, 1955) con sus pantalones curiosamente ajustados.
Y, claro, siguiendo con las divas, una de los modelos más importantes del siglo: Marilyn Monroe en Los caballeros las prefieren rubias (Gentleman prefer blondes, Howard Hawks, 1953). El símbolo de una década, una estrella caída del cielo.
Las diabólicas tienen su espacio (Les diaboliques, Henri-Georges Clouzot) donde Simone Signoret y Vera Clouzot juegan a ser cómplices y enemigas. Y por qué no a Kim Novak en Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) convirtiéndose en la medio viva medio muerta pero una mentirosa muy sensual.
Tal vez el erotismo y la exuberancia tenga otras intenciones (finalmente, la censura a veces no se equivoca...) como en La dolce vita (Federico Fellini, 1960) donde el sexo y la exacerbación general tienen la más clara misión de desmontar la vacuidad de una sociedad sin sentimientos.
La censura puede provenir de otro lugar. No siempre hace falta un código diabólico para que los temas y las tomas se cubran de puritanismo; a veces, la procedencia tiene raíces más profundas, de la tierna infancia del director, de la educación que recibió, del colegio al que fue... Como en Viridiana (Luis Buñuel, 1961) donde la culpa como otro protagonista lleva a Silvia Pinal a un ménage a trois muy particular. O hagamos mención a una onírica (soñadora y soñada) Catherine Deneuve en Belle de Jour (Luis Buñuel, 1967) o a El silencio (Tystnaden, Ingmar Bergman, 1963) donde el incesto, la homosexualidad y la culpa se mezclan en una confusión aterradora. Sí, claro... el silencio de Dios... Pero también dos hermosas mujeres (Ingrid Thulin y Gunnel Lindblom) en un lugar desconocido, probablemente insinuándose, entre sí o al espectador y el pequeño hijo de una de ellas jugando con el conserje de un hotel que le muestra una salchicha.
Y si de erotismo, sensualidad y manteca se trata, nombremos a un encendido Bertolucci en El último tango en París (Ultimo tango a Parigi, 1972). Y pasemos revista a dos Adonis luchando por y con su amor en una cálida adaptación de Marlowe en Eduardo II (Edward II, Derek Jarman, 1991) que termina literalmente... mal.
Del otro lado del Ecuador han surgido diosas como María Felix o Isabel Sarli y cada país ha cosechado sus propias bellezas y talentos. Han encontrado, muchas veces, otro tipo de representación. Más a lo popular en algunos casos y han trabajado el sexo para otro tipo de mensaje, en otros. Como en Macunaíma (Joaquín Pedro de Andrade, 1969) donde el erotismo y la violencia denuncian la opresión.
Nunca se hubiera soñado en la época del Código Hays con las provocaciones de Lolita (Stanley Kubrick, 1971) o las miradas entre un joven de belleza glacial y un hombre (Dick Bogarde) que no se resigna a envejecer como en Muerte en Venecia (Morte a Venecia, Luchino Visconti, 1971).
Y no dejemos de nombrar, lógicamente, Garganta profunda (Deep throat, Gerard Damiano, 1972) en categoría claramente pornográfica cuyo realismo casi clínico estaba logrado, casualmente, por movimientos y actos reales.
El sexo ha sido representado en todas las formas posibles. No hay tabúes en el cine; los tabúes vienen después cuando hay que exhibir. Finalmente, mostrar siempre es el problema. Pero ante la pregunta sobre qué es decente o dónde está la obscenidad quién puede tirar la primera piedra... El consumo puede ser una buena respuesta a ello sin demasiado análisis. La dicotomía dominador/dominado debe haberse mostrado más veces arriba de la cama en el cine, que en ensayos sobre marxismo. Lamentablemente en el mundo globalizado de hoy, los mayores abusos no se cometen mostrando una pareja desnuda.
El imaginario no ha tenido ni tendrá límites y la fantasía no está reservada solamente a Disney. Aquí, un recorrido arbitrario para espiar con tranquilidad.


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