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:: El pianista

(The Pianist, 2002)

El pianista es básicamente la historia del pianista polaco Wladyslaw Szpilman cuya autobiografía fue redescubierta por Polanski en los años noventa, a raíz de la tardía publicación del libro por parte del hijo de Szpilman.
Evitando los maniqueísmos más reduccionistas, El pianista retrata sobre todo la vida de un hombre. Dentro de lo que se considera una suerte de género “películas sobre el holocausto” tiene el tono especial –que muy pocas consiguen- de descubrir lo particular en lo general, lo humano en la barbarie, la pequeña historia en una gran tragedia.
La peripecia comienza antes de la formación del gueto de Varsovia y cuenta los años más duros en la vida de un joven músico y, es a través de los ojos de este artista, que se va descubriendo la evolución de un infierno y el despliegue de lo irracional (irracional como un calificativo que resume “difícil de ser concebido”, pero no para elevar los hechos más terribles de la historia al estatuto de lo místico).
El ostracismo vivido por Szpilman tiene varias “etapas”. Primero, sufriendo diarias derrotas en su trabajo por su condición de judío, luego en el gueto tocando el piano para lo que su hermano llama “los parásitos”, que son los pocos que han conseguido una mejor condición a partir de la colaboración. Luego es “salvado” de los campos de concentración, lo que lo deja en la única situación posible de convertirse en esclavo de los alemanes; y, no menos dolorosa, es toda la gran soledad que ocupa la segunda mitad de la película. Es tal vez esta segunda parte la más original, la más arriesgada por parte de Polanski. En ella la muerte no está menos presente; la opresión es constante pero ha tomado nuevas formas. Es el ocultamiento, el secreto, el silencio, el hambre, la enfermedad y el miedo. La sensación de muerte y el sentirse muerto no abandonan a Szpilman y es sólo el hambre doloroso el que le recuerda que está vivo. El riesgo de ser descubierto y masacrado permanece incluso hasta el final, cuando, a causa del abrigo alemán que lleva puesto, lo creen un nazi y lo quieren matar miembros del ejército aliado.
No sólo porque el protagonista sea un pianista es que la música es una gran presencia en el film. Es justamente en la escena donde Szpilman no puede tocar el piano, que la música está más presente que nunca. Una música que suena extradiegética para el espectador pero que el pianista sólo puede imaginar mientras hace silencio. De alguna manera, esta escena se ve “respondida” por la escena en que el oficial alemán le pide que toque el piano para él. Szpilman tiene los dedos desacostumbrados y fríos pero enseguida hacen memoria.
Posiblemente, el color ceniciento de los días lluviosos y fríos que eligió el director para el film, le recuerden los bombardeos de Varsovia y la ocupación alemana que vivió en carne propia cuando era un niño. Sin embargo, Polanski se ocupó de decir muchas veces que la película no era autobiográfica; pero tal vez uno podría pensar en que encontró una historia para contar que tenía muchos puntos de contacto con su propio pasado.
Mucho se ha dicho de las fallas de La lista de Schindler (Schindler´s list, Steven Spielberg, 1993). Específicamente se atacó la “capacidad” del director para reducir el pueblo judío a un número, a seis millones, sin diferencias ni complejidades. Contrariamente, Polanski cuenta la gran historia de un hombre que sólo en algunas referencias verbales alude a los campos de concentración, específicamente Treblinka. Es continuo tema de debate la “legitimidad” o no hacer ficciones, representaciones sobre el acontecimiento más ominoso de la humanidad, aquel que parte la historia en dos y, en general, es mejor recibido el material documental que sólo se remite a constatar pruebas y no a imaginar lo que nadie pudo ver, aquello de lo que nadie regresó como fueron las cámaras de gas, por ejemplo. Claude Lanzmann, director de el film testimonial más importante sobre el tema, Shoah (1985), ha sido también un devoto militante de la no representación ficcional de los campos.
Es tal vez la elección de un retrato íntimo lo que suma ciertos valores a la producción de Polanski. Y es a través de los ojos de un artista que lentamente el espectador puede aprehender –de algún modo- la magnitud de la violencia, la dimensión irrepresentable del horror, en la que el hombre, anónimo, es reducido a una figura, a una silueta. La mirada de Polanski es honesta, evita estereotipos y toma gran parte de su fuerza del detalle: el caramelo compartido por los seis miembros de la familia, la mujer que se maldice por haber tapado la boca de su bebé para que no haga ruido y resultó muerto, la lata que Szpilman no puede abrir, la mirada comprensiva de una amiga polaca que colabora con la resistencia.
El gueto de Varsovia se formó en octubre de 1940 y se separó completamente del resto de la ciudad el 15 de noviembre. Cuatrocientas mil personas, aproximadamente el 30 por ciento de la población de Varsovia, ocuparon un espacio urbano de menos del 3 por ciento del área total de la ciudad. Al comienzo de 1942, habían habido cincuenta mil muertes por falta de alimentos. Desde Julio a Septiembre de 1942, más de doscientos cincuenta mil judíos habían sido deportados a los campos de Treblinka.
La película también recuerda el heroico levantamiento del gueto, resistencia que se había formado poco después de que comenzara la deportación a Treblinka. La rebelión fue sofocada por los alemanes con todo tipo de artillería pero una de las peores fue la indiferencia de parte de gran parte de la población polaca, hacia el gueto y lo que pasaba dentro de él. Muchos judíos fueron escondidos por polacos y muchos de ellos lograron salvarse y es justamente esta circunstancia por la que atraviesa Szpilman una vez que logra escabullirse del gueto. Lo difícil no estaba en escapar, como le dijera un compañero, “sino en sobrevivir del otro lado”.
Szpilman es ocultado también por un oficial alemán, Wilm Hosenfeld, que es el que le pide que le recuerde el sonido de la música entre tanta devastación. Sin una actitud conciliadora ni nada parecido, Polanski encarna en estos dos hombres –Szpilman y Hosenfeld- una esencia particularmente humana y con ella sus deseos y aflicciones: la supervivencia, el fracaso y el miedo. Es el mismo Hosenfeld quien después del fin de la guerra pide a los gritos que Szpilman lo ayude y le devuelva el favor. El pianista claramente lo hubiera hecho pero –como Polanski aclara hacia los créditos finales- sólo se supo de él que murió en un campo de prisioneros de guerra de la entonces Unión Soviética.
Hay también otra cosa muy interesante en el film de Polanski y es el tratamiento que se le da a aquellos que colaboraron para salvarse. A la delgada línea entre la moral y el miedo, hace referencia explícitamente Henryk, el hermano de Szpilman, cuando se niega a colaborar para salvarse y prefiere lo que él considera una muerte más digna no adoptando la ideología de la Gestapo.
Es tal la magnitud de la maldad, tal la dimensión que la ideología y el aparato alemanes consiguieron, que incluso parte del trabajo sucio lo hicieran los mismos hermanos. Georges Didi-Huberman en Imágenes pese a todo recuerda las palabras de Primo Levi aunque refiriéndose a los Sonderkommando de Auschwitz: “Haber concebido y organizado las escuadras especiales fue el delito más demoníaco del nacionalsocialismo. Uno se queda atónito ante este refinamiento de perfidia y de odio: tenían que ser los judíos quienes metiesen en los hornos a los judíos, tenía que demostrarse que los judíos (...) se prestaban a cualquier humillación, hasta la de destruirse a sí mismos.” (1)
Lógicamente, Polanski no puede representar semejante oprobio pero es la pregnancia de sus imágenes la que deja ver la voluntad de homenaje de su visión y la que hace aparecer los ojos de Szpilman y su música como otra manera de contar la Shoá.

Notas:

(1) DIDI-HUBERMAN, G., Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, Barcelona, Paidós, 2004.


Por Natalia Taccetta (natalia@solocortos.com)
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