El presente trabajo no es un análisis estilístico, ni un ensayo sobre la filmografía completa de un director, sino una mirada sobre el cine latinoamericano, tomando como punto de apoyo El lugar sin límites (1977) de Arturo Ripstein.
“Un infierno sin límites”
Al contextualizar y desnudar algunos recursos temáticos y narrativos del film El lugar sin límites (1977) de Arturo Ripstein. , algunas conclusiones podrían generalizarse a casi todo el resto de los países de Latinoamérica y, específicamente el film de Ripstein, se convierte en una suerte de documento de su época, en el que pueden vislumbrarse problemáticas y entrecruzamientos culturales, sociales y políticos. Para esto se hará un breve repaso por tendencias cinematográficas de los años 60 y 70 para comprender mejor el desarrollo de México y su posición en el contexto de Latinoamérica.
Las tentativas latinoamericanas
Como afirman Getino y Veleggia (1), Historias de la revolución (1959) de Tomás Gutiérrez Alea fue un punto inaugural en un cine de intervención política comprometido con los cambios culturales del momento. De tono político menos explícito, el Cinema Novo brasileño también se instaura dentro de este período de un cine de intervención, de acción, crítico y exigente. Los años 60 fueron un período de cambio –no sólo para Latinoamérica, por supuesto- y se conformaron en caldo de cultivo de nuevas experiencias políticas y culturales. En Argentina, Chile y otros países también estaba gestándose este movimiento de acción y fue el Festival de Viña del Mar de 1967 el que se convirtió en el encuentro de estas nuevas experiencias cinematográficas. Sucedido por el festival de Mérida, Venezuela y nuevamente en Viña del Mar en 1969.
Hacia fines de los años 70, las aspiraciones políticas de los países latinoamericanos se habían visto interrumpidos o rotos completamente por los gobiernos militares que, en la gran mayoría de los casos, se convertían automáticamente en largos y dolorosos períodos de recesión cultural y regresión política. El cine de esta época vuelve su mirada sobre la realidad histórica de su país para tomarla “tal cual es” convirtiéndose en una nueva poética y, a su vez, en un nuevo programa. Estos nuevos programas se constituyeron con la intención de construir una industria en algunos países como Cuba y Brasil; o con la intención de hacer un cine “de cara al pueblo” como dijera Jorge Sanjinés (Bolivia); o con la decisión de realizar experiencias en la clandestinidad como en Argentina; o un cine desde el exilio como el chileno. Así también surgen propuestas teóricas como la de “Estética de la violencia” del brasileño Glauber Rocha; las premisas del “Cine imperfecto” de Julio García Espinosa o las consideraciones en torno a un “Tercer Cine” del Grupo Cine Liberación.
En México, los antecedentes de este cine de inquietudes político-sociales están relacionados con un marco de relativa solidez industrial que, en la década del 50, había llevado adelante un cine popular, para denunciar problemas sociales del mundo en el campo o en la ciudad, hasta debiendo, en muchos casos, enfrentar la censura oficial. El cine mexicano presentaba al mundo, no sin dificultades, Los olvidados (1950) del español Luis Buñuel, La red (Emilio Fernández, 1952), Raíces (Benito Alazraki, 1953), La sombra del caudillo (Julio Bracho, 1960) y Viridiana (L. Buñuel, 1959). En Cuba, Julio García Espinosa realizaba El Mégano (1955); en Brasil, Río, cuarenta grados (Nelson Pereira dos Santos, 1956). En Argentina, la propuesta de Fernando Birri con la Escuela documental de Santa Fe se convierte en el antecedente del resto de corrientes más expresamente politizadas que se dieron en Argentina.
A partir de los festivales de Viña del Mar y Mérida (1967-1969), el que comenzó a llamarse Nuevo Cine Latinoamericano, adquiere gran renombre a nivel mundial cuyas primeras experiencias fueron: Memorias del subdesarrollo de Tomás Gutiérrez Alea, Las aventuras de Juan Quinquín de Julio García Espinosa, El Chacal de Nahueltoro de Miguel Littin, Tres tristes tigres de Raúl Ruiz, Macunaima de Joaquín Pedro de Andrade, los films del Grupo Ukamau (Yawar Mallku, Sangre de cóndor de Jorge Sanjinés), La hora de los hornos del Grupo cine Liberación, entre otras experiencias nacionales. En México no hubo gran producción de cine en estos términos, de un cine expresamente político en el período 1967-1977 pero sí comenzaron a gestarse algunas excepciones, como lo será la obra de Arturo Ripstein.
Gobernado eternamente por el PRI (Partido Revolucionario Institucional), México restringió su producción cinematográfica a las políticas de fomento gubernamentales. En éstas sólo había lugar para una producción estrictamente comercial, que no desafiara para nada la fuerte censura oficial. Aunque con un antecedente de cine crítico importante como Los olvidados, -que ya había conocido las resistencias por parte de la censura gubernamental de los años 50- el cine mexicano se había acostumbrado a agradar a los organismos que preferían un cine familiar, sin contenido de denuncia alguno.
Atrás había quedado la “época de oro” de la industrialización, período entre 1937 y 1949. Había comenzado con Allá en el Rancho Grande de Fernando de Fuentes, a partir de la cual muchos otros realizadores se animaron a incursionar en temáticas como la pasión amorosa, el honor, los valores, el machismo y todo lo relacionado con el folklore. La producción cinematográfica de México crecía rápidamente entonces pero significó también una nivelación, “una eliminación de muchos elementos auténticos y una imitación a los modelos norteamericanos de éxito.”(2) Sin embargo, con el gobierno del general Cárdenas, se dio inicio a una política nacionalista con el objetivo de nacionalizar la cultura proponiendo la recuperación de valores de la cultura mexicana. Emilio “El Indio” Fernández es el principal referente de esta corriente. Luego vendría el estancamiento de los años 50.
Los sesentas y setentas
En los años 60 comienza a aparecer una nueva crítica cinematográfica formada por algunos intelectuales que bautizaron como Nuevo Cine al movimiento que contó con el visto bueno de autores como Luis Buñuel y Luis Alcoriza. Desde los primeros años de la década, se desarrollaron experiencias de cine independiente y experimental. Dentro de esta producción se destacaron nuevos realizadores que se consagrarían posteriormente como Arturo Ripstein, Paul Leduc, Felipe Cazals, Jaime Humberto Hermosillo, Jorge Fons, entre otros.
Con la realización de El grito (1968) de Leonardo López Aretche, primer largometraje del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC), se instaló un debate entre aquellos realizadores que abogaban por una realización estatal con fondos gubernamentales y aquellos que preferían las experiencias independientes considerando al cine un instrumento de acción, de movilización social y política. La creación del CUEC y la organización de los concursos de parte de la Sección de Técnicos y Manuales del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC) posibilitaron el temprano debut de Ripstein que constituyó una situación extraordinaria para la época, considerando la rígida estructura sindical de la industria. Aunque Ripstein no participó en ninguno de los concursos, ni era egresado del CUEC, la renovación del gremio de directores se convirtió en una necesidad.
Ante el desalentador panorama de la producción cinematográfica por el envejecimiento del personal artístico, por las cerradas características de la organización sindical, y frente a las evidentes dificultades para competir en mercados internacionales, el STPC decidió en 1964 llamar al “Primer Concurso de Largometrajes Experimentales” convirtiéndose en el trampolín para cineastas más jóvenes. La mayor parte de los nuevos realizadores lograron insertarse en la producción industrial a excepción de Arturo Ripstein que logró, sirviéndose de las obsoletas estructuras de producción, seguir un camino personal y cualitativamente exigente.
En 1967, el Segundo Concurso descubre algunos otros valores y 1968 se convierte en una fecha a partir de la cual se empieza a considerar un antes y un después en la producción artística mexicana. Las fuerzas represivas del gobierno disparan sobre cientos de estudiantes que manifestaban en la Plaza de las Tres Culturas (2/10/1968). Las huellas de semejante hecho de brutalidad quedaron plasmadas en la antes mencionada El grito y en Aquí México (1969) de un grupo anónimo. En muchos aspectos de la vida del país, el cine incluido, 1968 representa un año clave para entender la realidad. La ebullición política que México experimentó entonces fue el reflejo de los cambios que se produjeron en todo el mundo y también una muestra de gran inconformidad con el sistema político, en el poder desde la Revolución.
Con Echeverría en el gobierno en 1970 se inicia una política cinematográfica que impulsa una renovación en el cine mexicano. El Banco Nacional Cinematográfico concentraba y administraba los fondos de todos los sectores esenciales de la industria. Se iniciaba una estatización del cine. En términos generales –específicamente económicos-, el cambio fue positivo pero los cineastas debieron adaptarse a ciertos criterios estéticos que podían ser aceptados por el público y debieron asumir una línea política moderada ya que el PRI no buscaba fomentar ningún malestar. Otras acciones del gobierno de Echeverría, para producir mejoras en la producción cinematográfica, fueron: la reconstitución de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas, en 1972; la inauguración de la Cineteca Nacional, en 1974; y la creación del Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC), en 1975.
Para algunos, el cine mexicano producido entre 1970 y 1976 puede considerarse como uno de los mejores en la historia del país. Emilio García Riera señala: "Nunca antes habían accedido tantos y tan bien preparados directores a la industria del cine, ni se había disfrutado de mayor libertad en la realización de un cine con ideas avanzadas."(3)
En general, este cine es considerado como un cine incisivo, preocupado por temas sociales y políticos. Por primera vez, la realidad de la clase media se veía en la pantalla. Abandonó antiguas convenciones e intentó conjugar el provecho comercial con exigencias en la calidad.
En este contexto y, muy por encima de las expectativas industriales, se destaca el trabajo de Ripstein –con posterioridad a sus primeras experiencias profesionales (1965-1968) y su etapa radical dentro del colectivo Cine Independiente de México entre 1969 y 1971- en cuyo centro siempre priman dos temáticas fundamentales: el tema del encierro y la intolerancia. En este marco se inscriben El castillo de la pureza (1972) –que retrata el encierro de una familia por parte de su padre-, El Santo oficio (1973), -ensayo acerca de la intolerancia religiosa- y, poco más tarde, El lugar sin límites (1977), donde tanto el encierro como la intolerancia se dan cita en el burdel que regentea La Manuela.
Con cada cambio de gobierno (siempre pertenecientes al PRI), las políticas en materia cultural y cinematográfica cambiaban radicalmente. La ofensiva de los autores del “nuevo cine” apoyado ahora desde las instancias oficiales, culminó en 1975 con la constitución del Frente Nacional de Cinematografía. Con José López Portillo como presidente desde 1976, se inicia una reprivatización y se retira al Banco Cinematográfico parte de sus medios financieros. Los intentos de un cine personal se veían ahora reemplazados por un cine para toda la familia con cuestionable nivel de calidad. Pero, en medio de la standardización sí logra imponerse Ripstein con El lugar sin límites.
El cine mexicano afirmó algunos géneros y los multiplicó en todas sus variantes. La comedia ranchera, especie de western regionalista sin conflictos demasiado profundos; y el melodrama que reinó siempre en la producción mexicana con versiones basadas en familias urbanas o rurales o el tema de la prostitución, las madres sufridas, las “malas mujeres” condenadas a padecer enfermedades o miserias. Los dos géneros oscilan entre representar el machismo, el coraje, el paternalismo, el erotismo reprimido o la Revolución hasta convertirla en mito.
Como afirma Antonio Paranagua,(4) el melodrama no es un fenómeno del pasado sino una referencia permanente que forma mentalidades y costumbres. Ripstein llevó algunas de las convenciones del género al extremo, convirtiéndose en un cuestionador del cine clásico pero sin olvidarse de algunos de sus grandes motivos. Por ejemplo, en El castillo de la pureza está el gran tema de la familia pero aquí el patriarca, el señor, es el padre de una familia que vivió encerrada durante casi dos décadas intentando conseguir una vida feliz estando lejos del mundo, de un mundo como sinónimo de corrupción y muerte. Pero, lógicamente, esta familia dista mucho de vivir feliz producto del alejamiento de todo lo malo del mundo, manteniendo casi nulo contacto con la realidad, consiguiendo un paraíso propio; sino que, cuando a Gabriel Lima, el padre, ya no le compran el producto para matar ratas elaborado por su familia artesanalmente –porque es más barato el veneno industrializado-, el hombre se vuelve loco y empieza a endurecer más sus castigos. La familia está anclada en el pasado, muerta, detenida; y célebre y clara es la frase del protagonista que dice “Todo está mal y va a estar peor”. Con esta visión tan poco optimista, Ripstein recupera (y retuerce) un tópico conocido –la familia- desafiando toda expectativa del espectador y haciendo un cine crítico que propone a la audiencia alguna instancia de reflexión ulterior.
Desde Tiempo de morir (1965) Ripstein había demostrado su habilidad y su particular modo de retomar antiguos tópicos genéricos, posiblemente, como afirma Paranagua, producto de su doble formación en los estudios y de sus inquietudes intelectuales propias de los jóvenes de los sesenta enfrentándose a los códigos genéricos por el lado más oscuro.
Un infierno sin límites
Como se mencionó anteriormente, muchos de los teóricos del cine que se refieren al cine de Ripstein y a sus recursos temáticos, hacen referencia a dos tópicos fundamentales: la denuncia de la intolerancia y al encierro físico en consonancia con la opresión psicológica de los personajes. El lugar sin límites se convierte en un paradigma de estas preocupaciones. Es un filme que expone algunos problemas sociales del México contemporáneo, posando su mirada enfáticamente sobre el macho mexicano y sus problemas. Además, maneja la metáfora del infierno, el macho como diablo, lo malo del pecado y la intención deliberadamente punitiva del destino.
Basada en la novela homónima de José Donoso, la realización de la transposición de El lugar sin límites fue primero idea de Luis Buñuel, quien nunca se decidió a llevarla a cabo. Aunque no figure en los créditos de la película, el guión fue encomendado en primer término a Manuel Puig; pero éste rehusó poner su firma al trabajo, temeroso del tratamiento que Ripstein daría a la temática homosexual. Roberto Cobo, el joven marginal Jaibo de Los olvidados, es ahora La Manuela, el travesti del burdel, casi el único edificio en funcionamiento de todo El Olivo, un pueblo abandonado por las autoridades y por Dios.
La historia está ambientada en un pequeño pueblo por el que sólo pasa el tren una vez por semana. Allí viven La Manuela, el travesti al que todos conocen, la Japonesita, su hija –producto de una noche de alcohol y del más grande acto de omnipotencia del cacique del pueblo-, y algunas otras prostitutas ya viejas y cansadas como la Cloty y la Nelly. Todas viven al amparo de don Alejo Cruz, una suerte de señor feudal, que intenta vender como sea todas las casas del pueblo para que pueda ser destruido por un consorcio. A la angustiante paz del pueblo llega Pancho Vega después de un año a saldar dos deudas pendientes: con don Alejo, a quien debe el dinero de unos fletes, y con La Manuela, a quien se la tiene “sentenciada” desde entonces, a quien estuvo a punto de “hacerle quién sabe qué” si no hubiese sido por la intervención de don Alejo.
Aunque con alteraciones respecto del final de la novela, que es del año 1967, la adaptación fílmica es muy fiel al original. Las modificaciones en el final acentúan el tono cadavérico y trágico del ser mexicano donde confluyen pasiones, frustraciones y represiones, y donde se concentra el núcleo melodramático fuerte.
Fausto: Primero te interrogaré acerca del infierno. Dime, ¿dónde queda el lugar que los hombres llaman infierno?
Mefistófeles: Debajo del cielo.
Fausto: Sí, pero ¿en qué lugar?
Mefistófeles: En las entrañas de estos elementos donde somos torturados y permanecemos siempre, el infierno no tiene límites ni queda circunscrito a un solo lugar, porque el infierno es aquí donde estamos y aquí donde es el infierno tenemos que permanecer.
Christopher Marlowe, Doktor Faustus
Así comienza el film y así se define este lugar sin límites; un infierno sin bordes que se convierte en la metáfora del encierro. Un lugar sin límites es aquí aquel que no puede habitarse sino deshabitarse, la inmensidad que no tiene fin donde sólo se puede sufrir la clausura.
Respetando una de las principales convenciones del género, el núcleo melodramático está en el enfrentamiento entre la pasión y la prohibición. El deseo y la represión/ley se enfrentan durante todo el film para terminar en el asesinato de La Manuela, síntesis de una lucha necesariamente trágica. El recurso narrativo principal en este encuentro/enfrentamiento es la violencia, la destrucción liberadora que aniquila a la pasión y a la prohibición en el mismo acto.
Por un lado, el macho Pancho Vega, desea a La Manuela sin aceptarlo, sin poder decirlo más que en broma, sin poder reconocerlo frente a otro macho. Por el otro, La Manuela teme por su vida, por su integridad, por su vestido rojo, pero sin poder dejar de desear que sea rasgado por última vez. Cuando el camión rojo de Pancho aparece en el pueblo y toca la bocina en la puerta del burdel, La Manuela sabe que su momento ha llegado. Se había prometido no arreglar el vestido para que Pancho no volviera a aparecer pero, cuando Pancho ya está allí listo para buscarla, ella debe arreglar el vestido para que vuelva a ser roto, rasgado, penetrado.
Ateniéndose a algunas taxonomías de análisis del melodrama, puede identificarse a La Manuela como víctima. La pasión/padecimiento de la Manuela/Manuel es no poder aceptarse como hombre. La repulsión de Pancho y su deseo, se enfrentan a la vergüenza y la culpa de La Manuela que sólo puede aspirar a vivir en El Olivo, porque en otro lugar podría morirse, siendo una presa de la discriminación y el desprecio. La Manuela debe pagar por el pecado de no aceptarse como hombre y debe hacerlo a manos del macho que la desea y que no debe hacerlo. Pancho, que no debe desearla, debe matarla para terminar con la vergüenza, la culpa y, sobre todo, con su propio deseo. La vergüenza y culpa de La Manuela por ser mezcla, mascarada, híbrido; y la vergüenza y culpa suya, por sentirse atraído por un hombre/mujer/monstruo a quien sólo podría permitirse romperle el vestido rojo. O matarlo.
Aunque mucho más explícito en la novela que en el film, en éste la Japonesita –hija de La Manuela y la Japonesa “Grande” producto de una negociación y una apuesta- también desea a Pancho Vega. Se acerca a él en el banco para impedirle que siga aterrorizando a su padre con amenazas que le llegan por terceros, en una acto de supuesta defensa/justicia para con su padre, La Manuela. Sin embargo, para mostrarle alguna solidez y superioridad por haberlo visto llorando –después de una humillación por parte de don Alejo- la Japonesita aprieta el sexo de Pancho y lo retuerce provocando más excitación que respeto. Pancho la toma entre sus brazos, bruto, con violencia, “con esas manotas tan fuertes” como dice La Manuela pero sabe que, aunque don Alejo lo haya amenazado, irá al burdel a buscar a su padre/madre.
El débil e indefenso, La Manuela, deberá soportar la intolerancia de los hombres del pueblo. Cuando baila para ellos, porque le gusta ser “la reina de la fiesta”, lo insultan, le dicen “puto”, “jotón”, “goto”. Ella sabe que es una “loca perdida” pero no quiere bailar para los brutos que no valoran su arte. El encierro del burdel y aún del pueblo, y la tolerancia aparecen como los recursos temáticos de Ripstein puestos aquí al servicio de la metáfora.
El otro, el diferente, el débil, el marginado, sólo puede vivir en El Olivo, el único pueblo donde lo aceptarían y donde no está obligado a vivir con vergüenza, pidiendo permiso por ser como es. En la novela de Donoso esto queda muy claro; los niños hasta nacían sabiendo quién era La Manuela, nadie se sorprendía, nadie se sentía agredido ni cuestionaba.
El burdel/refugio de La Manuela se halla inserto en un encierro más amplio pero no menos claustrofóbico. El pueblo está muerto, está muriéndose y los únicos rastros de vida son las habitantes del burdel. Muy atrás quedaron los sueños de que electrificaran el pueblo, aunque la Japonesita no pierde las esperanzas, y el tren pasa sólo una vez por semana porque edificaron la ruta demasiado lejos. Sólo está cerca Talca, el pueblo al que todo el mundo está emigrando. Don Alejo tiene un plan para todos y para él mismo pero la Japonesita quiere defender su propiedad, la de su madre, la Japonesa Grande, y la de su padre, la Manuela que, en buena ley, ganaron en una apuesta de la cual ella fue consecuencia.
El film trabaja también sobre el tema del caciquismo, sobre la relación casi feudal que se teje alrededor de don Alejo por parte de todos los habitantes del pueblo que lo ven como un semi-dios, si se quisiera hacer una interpretación decididamente trágica del texto. Él es una suerte de padre para todos pero es tan protector como siniestro. Don Alejo es el que está dispuesto a cerrar el burdel de la Japonesita por escándalo si no logra convencerla de la venta, es el que quiere echar a todos para vender el pueblo en su propio beneficio, es el que protegió a La Manuela el año anterior del ataque de Pancho pero es quien se queda contemplando cómo la matan al final de la película. Y está dispuesto a asegurarse de que los agarren a Pancho y a Octavio por lo que hicieron, pero no lo hace por amor o respeto a La Manuela, sino porque Pancho se atrevió a desafiarlo dos veces en el mismo día. Don Alejo es la ley; la ley que obliga a Pancho a no quedarse con el dinero de los fletes, y es la ley que mantiene a todos bajo su protección. Este protector siniestro es el que apostó a la Japonesa que no era capaz de “enderezar” a La Manuela en un acto de poder desmesurado que la Japonesa, deseosa de tener por primera vez una casa propia, aceptó. Tampoco La Manuela es inocente. Ella también accedió a “enderezarse” por una noche a cambio de convertirse en socia de la Japonesa. Pero ninguno de los dos midió que la Japonesita sería el resultado de esa noche y que, desde entonces, debería aprender a vivir con vergüenza por su padre o con resignación por tener dos madres.
Respecto de esto último hay una diferencia interesante entre la novela y el film de Ripstein. En la primera, La Manuela siente profundo asco por lo que acaba de hacer –el acto sexual con la Japonesa- y se propone no volver a repetirlo; en cambio, en la película, La Manuela hasta se cree enamorada después del acto sexual. “Siento que te quiero” le dice a la Japonesa cuando parece confundida por un poco de amor, por las palabras dulces que le ha pronunciado la Japonesa convirtiéndose en el único macho que la trató bien. El acto sexual oscila entre la relación homosexual de dos mujeres, y el acto heterosexual de la Japonesa/hombre y la Manuela/mujer. En este juego de duplicidades se deja ver otro tema que aborda la película: el tema del doble. José Agustín Mahieu,(5) encuentra cierta relación entre los rasgos sintomáticos de la organización del país, donde el mito desciende a costumbre (como nos referíamos anteriormente respecto del tema de la Revolución, por ejemplo), el código familiar y el psicológico se transforman en ritos donde la máscara oculta la realidad. Puede asociarse esto con la dicotomía del cine estatal que no muestra grandes conflictos, sino situaciones domésticas edulcoradas.
La Manuela en El lugar sin límites está representando la máscara en varios sentidos: ella es un hombre que se siente y desea como mujer; es un padre que en realidad se siente una madre que –más explícito en la novela que en el film- desea que su hija lo llame “Manuela” y no “papá”; es un hombre que concibe a su hija en una apuesta en la que, en realidad, se porta como una mujer dócil dominada por una mujer tan fuerte como un hombre; es una Manuela que es un Manuel. En el personaje de la Manuela se aprecia una tensión dialéctica entre el símbolo y el significado. Frente a su hija la Japonesita, La Manuela vacila de su paternidad, es decir, de ser el hombre Manuel González Astica. Al nombrar a la Manuela, nuestra primera imagen o referente simbólico es Manuel González. Es él quien vacila de esta unidad entre ambos. Manuel González no quiere ser papá de nadie y le pide a la Cloty que no lo llame “Manuela” frente a su hija porque se enoja. La Manuela niega su identidad, niega su masculinidad y paternidad, dándose una condición femenina de prestado. La Manuela es un desconocido que se disfraza de alegría, de seducción, de decadencia o de dolor y que se esfuerza constantemente por deshabitar la identidad, por abandonarla o ponerse una como una máscara. O como un disfraz, como cuando se pone su vestido de española para bailar frente a los borrachos del burdel. Homosexualidad y machismo convergen en el mismo punto, el burdel de La Manuela y la Japonesita. Los nombres y los roles se convierten en categorías poco certeras y, encarnadas en personajes complejos, se mueven en un mar de inestabilidad con muy pocas certezas.
Luego está Pancho, el macho, el corajudo, el hombre de verdad con “las manotas grandes” que desea a otro hombre que, en realidad, se siente mujer, que es capaz de disfrutar del beso de La Manuela mientras su cuñado, el otro macho, no lo vea porque, cuando esto suceda, estará inhabilitado para reconocer y creer que eso haya sucedido. El macho y el homosexual se encuentran en el beso y son los segundos que este dura, los únicos momentos de verdad en este pueblo de apariencias.
Luego está la Japonesita, que es la hija pero que, en realidad, es la madre de su padre, a quien gobierna totalmente y de quien se hace cargo en todo como si La Manuela fuera una niña/niño. A su vez, quiere proteger a su padre de Pancho pero sin poder dejar de desearlo y de haberlo esperado todo el año igual que La Manuela.
Y, por último, está don Alejo que es un padre para todos pero quien es capaz de echarlos y cerrar el burdel si no logra su propósito de venta; para Pancho es una suerte de mentor o de padre (incluso queda abierto el interrogante de que sea su padre biológico realmente) pero a quien no duda en humillar delante de todos y a quien le echa los cuatro perros, guardianes de su palacio infernal, como los cuatro jinetes del Apocalipsis(6). Es una suerte de demonio y ángel guardián a la vez.
Todos los personajes se mueven en un entorno de apariencias, de deseos que no son tales y en un ambiente donde no hay lugar para las pasiones reales. El deseo y la represión se enfrentan y las mascaradas se caen mientras dura un beso pero las apariencias siguen y la poca vida del pueblo representa la muerte misma, la inmovilidad, la imposibilidad de mostrarse sin el disfraz.
Otros elementos del melodrama
La importancia simbólica del color rojo es otro condimento melodramático. Rojo es el camión del demonio Pancho; como roja es su remera, como rojo es el vestido de española de La Manuela, como rojos son sus pantalones cuando no tiene el vestido, como roja es la decoración del cuarto de la Japonesa y como rojos son los vidrios del burdel.
Lo mismo ocurre con la música que refuerza los momentos de mayor tensión dramática provocando hiperemotividad. “Falsaria”, “Cartas marcadas”, “Perfume de gardenia”, “Mambo n° 5” son algunos de los temas que constituyen el clima musical que incorpora más melancolía aún al triste pueblo y al desolado burdel. La culminación de la relación música-drama se da con el número final de “La leyenda del beso” donde La Manuela interpreta a una “mujer muy divina” y Pancho a “un hombre muy guapo” que sólo pueden encontrarse para provocar la catarsis de toda necesidad instintiva. "Yo salgo hasta el final, yo soy el plato fuerte," dice la Manuela mientras le ponen “El relicario” para su baile, preparada para que lo sexual y lo violento se desencadenan a partir del beso. “La” Manuela, esa mujer/hombre cosificado por la sociedad, adquiere en este juego un lugar de reconocimiento, reconocimiento que no puede tener más allá de las fronteras del burdel y reconocimiento que no tendrá a partir de que Pancho lo reconozca como su objeto de deseo.
El erotismo es el portador del peligro; la situación erótica, el amor, el deseo, desencadenan la tragedia y, desde entonces, ya sólo queda la muerte. Una muerte que deberá pagar aquel cuyo pecado parece ser más grande en una sociedad machista, sexista, clasista, donde el mando lo tiene un señor feudal que es quien decide el destino de todos.
En la secuencia anterior a la “Leyenda del beso”, es de destacar el juego que se produce entre las miradas. Mientras el espectador acompaña a La Manuela todo el tiempo siendo sus ojos, cuando sufre porque Pancho está comenzando a lastimar a la Japonesita, no se sabe si La Manuela sufre por ver cómo Pancho toca a otra mujer, a una mujer de verdad, o si realmente le importa que la Japonesita no salga lastimada. Cuando aparece para “salvar” a la Japonesita dispuesta a realizar el baile para Pancho, la situación se invierte y ahora es la hija la que se lamenta y no se sabe si es por envidia o porque sabe que su padre terminará lastimado. Se da esta dualidad entre las dos mujeres, entre padre/madre e hija que compiten por las “manotas” del macho que sólo podrán posarse sobre La Manuela mientras no se dé cuenta que lo esté haciendo.
Habitar en los márgenes
Alegoría de la intolerancia sexual, El lugar sin límites muestra cómo la sociedad mata al débil, lo consume, lo explota, lo fagocita hasta dejarlo en el piso muerto por los golpes de los hombres, de los muy hombres, de los que tienen una familia y que pueden ir al burdel por la no-resistencia de sus mujeres. La Manuela muere por los golpes que no son sólo los de Pancho -que le pega porque no puede desearlo- sino que son los golpes que le ha propinado la sociedad reduciéndolo a una atracción de circo de la que todos pueden servirse. La Manuela sólo pudo vivir en el “entre”, en el lugar que le dejaron, en aquel espacio entre ser hombre y ser mujer, entre ser padre y ser madre, entre ser pecador y ser inocente.
Respecto de la adaptación de la novela al cine –que no se pretende analizar aquí- puede decirse simplemente que Ripstein ha resuelto con solidez lo que en la novela son transformaciones mentales. El baile de la “Leyenda del beso” se crea un espacio lúdico de seducción que muestra el juego que La Manuela propone a Pancho, y el espectador asiste a cómo el macho es seducido por un viejo travesti.
Ya se ha mencionado algo respecto al final cuando se hizo alusión a lo tanto más cruento que es el final que elige el realizador mexicano. Pero en ambos casos, la resignación de la Japonesita es la misma, esperará que aparezca a los pocos días, golpeado, después de andar de fiesta, sin saber que no aparecerá más que convertido en un cuerpo lleno de polvo. El frío chileno original de la novela de Donoso, se transforma aquí en el calor del desierto que ayuda a dar una connotación infernal al pueblo abandonado y a los pocos habitantes alejados de la civilización.
Más allá de las decisiones, en ambos artistas es claro el afán de parodia de las instituciones como el hogar y la familia. El núcleo de toda sociedad burguesa es la familia, pero que aquí se compone de un homosexual, una prostituta y la hija de ambos que, en la novela de Donoso, es mitad virgen y mitad macho, y que en la película de Ripstein, es una “puta como las otras”, como dice la misma Japonesita, pero que “no goza con los viejos” como le imputa la Nelly. La familia disfuncional es aquí el núcleo que alegóricamente representa el contexto socio-político de su país. La claustrofobia de El castillo de la pureza se convierte aquí en asfixia, ahogo. En El Olivo falta el aire y es un pueblo oscuro del que todo el mundo está huyendo. Familias disfuncionales será también, por ejemplo, las de La mujer del puerto (1991) y la de Principio y fin (1993) con las que Ripstein sigue desafiando, décadas más tarde, a la familia como la institución básica de la sociedad. La adaptación de Ripstein se ha apropiado del texto de Donoso llevando todos sus elementos hacia una suerte de estética o poética de la identidad, buscando una comunicación cerrada, codificada por la que el espectador se desliza sin tropiezos.
El burdel puede interpretarse como una suerte de utopía, un no-lugar, un lugar que no existe en el que se está a salvo de la vergüenza y del miedo; y del que se sale sólo para morir como La Manuela. “Afuera es feo” dicen los hijos de Gabriel Lima en El castillo de la pureza que, curiosamente, se llaman Voluntad, Utopía y Porvenir.
Los hijos de la Malinche
Los mexicanos, como explica Octavio Paz (7), son hijos de la Chingada, son hijos de la violencia, son el producto de una violación y un desgarro en sí mismos, hijos de una traición, la de una mujer que sirvió de nexo para vender al pueblo. Así se configura lo esencial del estereotipo femenino. Los mexicanos son hijos de la Malinche, por eso el melodrama prostibulario tiene tanta importancia en el cine mexicano. Los mexicanos tienen sólo una ley, que es la ley del padre y para recuperar la imagen de la madre tienen a la Virgen de Guadalupe que es la única madre.
En El lugar sin límites esto se hace interesante porque la madre es violada pero es una madre que es un padre, y es este personaje doble el único capaz de transgredir la ley del padre, la única ley que Pancho es capaz de aceptar y la ley del padre que él mismo, La Manuela, no es capaz de imponer.
La Manuela sólo puede aprender con la muerte y no es la viajera permanente que busca su lugar en el mundo sino que su único lugar sólo puede estar en la muerte misma. La lucha por el reconocimiento de La Manuela está perdida desde el principio. Así, Ripstein evita toda intención moralizante típica del melodrama, pero no elude su retórica del exceso. Todo el pueblo está construido desde el exceso, desde el exceso de nada, de la nada misma. El Olivo es un desierto en el que no hay nada, que no pasa nada y en el que ya casi nada vive. Y La Manuela, el personaje principal, se convierte en la mayor contradicción, encerrándose a sí mismo y a la antítesis de sí mismo. Y, si para los mexicanos “todas las madres son prostitutas”, para Ripstein, posiblemente, no sólo las madres.
Notas:
(1) Getino, O., Vellegia, S., El cine de las historias de la revolución. Aproximación a las teorías y prácticas del cine político en América Latina (1967-1977), Grupo Editor Altamira, Buenos Aires, 2002.
(2)Schuman, Peter B. Historia del cine latinoamericano, Editorial Legasa, Buenos Aires, 1987
(3) García Riera, E., Historia del cine mexicano, Secretaría de Educación Pública (SEP), México, 1986.
(4) Paranagua, A., “Ripstein y el melodrama: a través del espejo”. En: Nosferatu, N° 22. septiembre de 1996.
(5) Mahieu, J. A., Panorama del cine Iberoamericano, Ediciones de Cultura Hispánica, Madrid, 1990.
(6) Jussara Teixeira, Cine y psicoanálisis, extraído de www.psicomundo.com.
(7) Paz, O., El laberinto de la soledad, “Los hijos de la Maliche”, Fondo de Cultura Económica, 1994.
Bibliografía consultada:
- Cortés, M., “El espejo roto de la pantalla. Narrativa del boom y cine latinoamericano”. En: Cinémas d´Amérique latine, N° 6, 1998.
- Elena, A., Díaz López, M., Tierra en trance. El cine latinoamericano en 100 películas, Alianza Editorial, Madrid, 1999.
- García Riera, E., Historia del cine mexicano, Secretaría de Educación Pública (SEP), México, 1986.
- García Riera, E., El cine mexicano, Ediciones Era, México, 1963.
- Getino, O., Vellegia, S., El cine de las historias de la revolución. Aproximación a las teorías y prácticas del cine político en América Latina (1967-1977), Grupo Editor Altamira, Buenos Aires, 2002.
- Jussara Teixeira, Cine y psicoanálisis, extraído de www.psicomundo.com
- Mahieu, J. A., Panorama del cine Iberoamericano, Ediciones de Cultura Hispánica, Madrid, 1990.
- Paranagua, P., “Ripstein y el melodrama: a través del espejo”. En: Nosferatu, N° 22. septiembre de 1996.
- Paranagua, P., “Au-dela du kitsch”. En: Cinémas d´Amérique latine, N° 1, 1993.
- Paz, O., El laberinto de la soledad, “Los hijos de la Maliche”, Fondo de Cultura Económica, 1994.
- Schuman, Peter B. Historia del cine latinoamericano, Editorial Legasa, Buenos Aires, 1987.
- Schwartz, Ronald, Latin American Films, 1932-1994. A critical filmography, McFarland & Company, Inc., Estados Unidos, 1997.
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