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:: Una novela romántica

Sofie (Liv Ullmann, 1992)

Marzo de 1886. Una Copenhague de apariencia fresca y vital es el marco para este melodrama. Sofie, una joven de familia bien, observa a sus padres, las dos personas que más ama, irse a trabajar todos los días a las 8:30 de la mañana. El clima es apacible. La ciudad es presentada sin sobresaltos como si fuera la ciudad más tranquila del mundo. Curiosamente, lo más desesperante de la película es justamente esa quietud, esa inmovilidad, una parálisis feroz que puede hasta con los sentimientos más profundos, que apaga todas las pasiones. Durante la celebración del sabat, llega una invitación importante: una fiesta convocaba por uno de los rabinos más destacados. Sofie se prepara de rojo para la fiesta y, como si pudiera predecir el resto de su vida con misteriosa agudeza, -Cumpliré veintinueve años. Es como si la vida me estuviera pasando de largo. Seré una vieja virgen.
Hans no advierte que Sofie es judía y un chiste impropio lo pone en evidencia. A pesar de eso, con la magia de un poeta, logra una sonrisa de Sofie que, lejos de ofenderse, le permite aún una disculpa –La cultura judía me parece fascinante. Él es un artista prominente sorprendido de que Sofie no lo haya oído nombrar como si su publicidad no hubiese podido franquear el aislamiento en el que viven sumergidos pero felices. –Mi sueño es descubrir la naturaleza judía en un cuadro, dice Hans con la habilidad de un atleta y la curiosidad de un científico. Quiere pintar a sus padres en un sillón rojo con una pared gris con molduras de fondo.
A pesar de cierta reticencia del matrimonio, algo los tienta y logran el acuerdo. Los divierte salir un poco del encierro en el que viven haciendo todos los días lo mismo. Un encierro al que se han automarginado para vivir protegidos, para que la sociedad no los alcance mientras sea posible. Tal vez esto sea lo menos claramente tematizado pero está presente como un fantasma y deberán pasar muchos años para que esa barrera sea rota. –Así empezamos a crear la obra maestra, asegura Hans prometiendo un retrato sensible y fiel. Sofie llega y se emociona, lo abraza entre agradecida y asombrada –Fue como si por primera vez viese cómo son realmente. Como si el artista fuera capaz de tender un puente entre la realidad y el alma de las cosas. Un puente para el que no hay palabras sino sonidos guturales y lágrimas. La “experiencia”, como la denominan, causa sensación. Salen en el periódico local y la familia festeja la pequeña osadía de vencer el “aislamiento”.
Un primo llega a la ciudad. Algo mayor, judío y de buena reputación, viene a buscar la aprobación de los padres de Sofie para pedirle matrimonio. Algunos en la familia están de acuerdo, otros tienen la absurda idea de que Sofie debería elegir por sí misma, otros, sencillamente, no quieren un “goy” en casa. La petición llega y Sofie se queda sin palabras, simplemente niega con la cabeza como si la idea la horrorizara. A esta altura, sólo tiene ojos para Hans que la endulza con las palabras más tiernas. Hablan de sueños y Hans sólo la interrumpe para decirle que –Es la mujer más hermosa que he conocido. Después de tanta contención, una caricia se transforma en el gesto más erótico. Después de tanta inmovilidad, el cuerpo tiembla evidenciando la conexión más genuina. No es el comienzo de la felicidad sino la felicidad misma. Lo único que quedará es el esbozo de algo que realmente fue –Le imploro que me deje darle el boceto por un momento muy feliz. Las curvas de Sofie bajo las manos de Hans, un beso y la imagen de sus padres en el cuadro que aún está en el estudio, la hacen salir corriendo. Ya no importará si aquella figura que ve desde la ventana es Hans o sólo su imagen; las dos resultan inasibles por igual.
Pero esta despedida sí es el comienzo de algo. El nuevo matrimonio viaja hacia su hogar. Lejos de su casa y su familia, el encierro es total por primera vez. La protección se desvanece y la seguridad endurece.
El boceto que Hans hizo del rostro de Sofie corona la mesa donde se cena en silencio. Ella recuerda con cariño al artista que la pintó intentando reprimir todo otro sentimiento. Es todo lo que ha quedado de él y, sin embargo, lo recuerda con alegría no exenta de lágrimas. La barrera no es visible pero es inconsciente y eficaz. Sofie ya no parece sentir nada. –Hay algo que no reconozco, le dice su esposo mirando el dibujo. Ya no puede ver, al menos no él, a la Sofie que se reflejaba en él. La de ahora es inercial y llora.
Las postales se suceden. Sofie en una punta, Jonas en la otra. Imágenes de un matrimonio judío y respetable como querían sus padres. Nace Aron y la Sofie del boceto renace, se renueva. La familia feliz son ahora la joven madre, el pequeño y sus abuelos maternos de visita, como si Jonas no hubiese tenido competencia alguna.
Su único escape son las cartas que escribe a su casa –Hay tanto que quiero contar y no puedo. Jonas parece haber abandonado el mundo. El rechazo y el cansancio lo doblegan; las deudas lo perturban.
-¿Qué es una “madre cerda judía? pregunta el pequeño Aron para descubrirse en brazos de su madre mirándose ambos en el espejo y disfrutando ¿la broma?
Los años pasan y el estatismo no los abandona. El joven Aron es el único que parece moverse mientras todos los demás se hacen cada vez más lentos. La pasividad los ataca, los persigue, los toma prisioneros y la fantasía de un recuerdo prohibido revive en el hermano de su esposo. Con menos fuerza, con menos ardor. En mitad de la noche, Jonas le da asco, una situación violenta los deja separados como siempre, como desde siempre y lo único que reconforta es el abrazo a Gottlieb.
Jonas, casi muerto, sólo está por dar el paso final.
Sofie vuelve a lo que recuerda como el lugar de su felicidad. De vuelta en Copenhague reaviva su espíritu pero lo opaca el resentimiento y el reproche por haberla forzado, por haber permitido que el infame matrimonio se concretara. –Mi vida no tuvo sentido hasta Aron. Su madre, que lo único que había querido (o creído querer) para Sofie era felicidad, no sabe cómo disculparse. No lo hace, no puede hacerlo. No tendría, ya, mayor importancia pero sí la tiene el consejo: que deje que Aron haga su vida, que no confunda el amor que le tiene, con convertirse en el artífice de su vida.
La vida se le derrumba. Sus padres están viejos y cansados. Ya no son los del cuadro veinte años atrás. Ese cuadro que gana Sofie a Hans en una subasta pública. –Llévese el cuadro. Aún es mío, le dice el artista que no se permite más que gestos de dolor y soledad cuando la vuelve a ver. ¿Quién tiene la culpa de esa infelicidad? ¿Los padres de Sofie que sugirieron un judío que amaba al prójimo como a sí mismo? ¿Sofie, que aceptó complacerlos como siempre antes? ¿El tiempo? ¿El aislamiento? ¿La sociedad deseosa de discriminación y víctimas? Aceptar el destino, la fatalidad de las diferencias, vencerse antes de luchar contra lo imposible.
Sofie no quiere que se integren. Tiene miedo. Ya acabó con su vida, no puede permitir que Aron sufra. Tiene miedo que afuera lo lastimen, lo obliguen, lo sometan. Pero Aron debe hacer su vida –Necesito dejar todo esto (...) No soy como tú (...) Debo irme. Y Sofie debe volver a seguir el consejo de su madre.
Pura esencia del romanticismo. Asir otra cosa que no es el cuerpo, elevar el alma, conocer el espíritu. Pero una barrera infranqueable, una religión destinada al alejamiento.


Por Natalia Taccetta (natalia@solocortos.com)
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