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:: Un relato sobre la ocupación francesa

¿Arde París? (Is Paris burning?, René Clément, 1966)

En 1944, Alemania jugaba sus últimas cartas en países ocupados. La Resistencia se fortalecía pero, particularmente en París, era absolutamente divergente, al punto de incluir tanto a comunistas como a anti-comunistas, proletarios, estudiantes.
En Prusia Oriental, un caricaturesco Hitler (siempre de perfil) pelea cuerpo a cuerpo en una batalla sin cuartel con un ovejero alemán, hasta que uno de sus súbditos le presenta al General Dietrich von Croltitz. El mismo es ascendido a Comandante de París y recibe, no sin nervios, la terminante orden de demoler la ciudad. A pesar de su aspecto lamentable, Hitler no vacila en sentenciar: -¡Lucharemos hasta que no quede nadie vivo!
Luego de esta secuencia aparecen los créditos principales de la película que se sobreimprimen sobre imágenes que van superponiéndose: desfiles y marchas de alemanes, carteles de «no hay más pan» o «no hay más carne» que asoman por los negocios, algún hombre que esgrime «Mi lucha» (Mein Kampf).
Las cabezas de la Resitencia en París se debaten entre atacar o no; sus diferencias los separan entre los que quieren esperar a los aliados y aquellos que prefieren actuar solamente con su espíritu patriótico. Los más osados comunistas no quieren esperar las armas y municiones que De Gaulle les ha prometido. Otros, más racionalmente, entienden que con seiscientos rebeldes poco equipados no podrán recuperar la ciudad. Como la Resistencia está tan dividida y las masas no pueden aguantar un segundo más, necesitan a su líder para que los controle y tranquilice: Bernard Labé. Su esposa debe apelar al cónsul de Suecia, Nording, que es la única persona que aún puede hacer algo antes de que se lo lleven directamente a Alemania.
Mientras tanto, von Croltitz, el alemán que irá cobrando cada vez más protagonismo a lo largo de la película, analiza los planos para la instalación de las bombas que derrumbarán la ciudad entera. Dos fotos se asoman entre sus papeles: una que muestra a su familia pero no es el punto, y otra que muestra a Karl. El asitente le pide el apellido de Karl, sobre la llegada de quien tiene que preguntar en Alemania, y von Croltitz le explica que Karl es la más terrible máquina de matar que están esperando.
La esposa de Bernard Labé conoce, finalmente, a Nording y juntos intentan rescatarlo. Un grave error de la mujer: no soporta la espera, sale a buscarlo y crea un tumulto entre los que marchan en tren hacia Alemania, hace que los nazis desaten su ira y maten a Bernard. El sonido del tren se lleva a los otros más cerca de un aullido desesperado, mientras la cámara se desplaza en un sobrio travelling en sentido contrario al que avanza el tren mientras se descubren una a una las botas de los alemanes que custodian su partida. Para algunos, podría ser una resolución metonímica lograda impecablemente, para otros, tal vez sea un exceso en un relato que no siempre mezcla bien las trivialidades.
Nording, habiendo fracasado con misión tan importante, intenta indirectamente disuadir a von Croltitz de la demolición de la ciudad: -Es una bella ciudad... –Somos soldados, no turistas; sentencia, taxativo, un von Croltitz hasta aquí muy seguro.
La Resistencia estudiantil no quiere esperar más. Los jefes en París intentan advertirlos del peligro pero los jóvenes confían más en un tal Serge que prometió armas y seguridad. Se juntan en la calle, se suben a un camión y, al llegar al garage, Serge les tiene preparada una sorpresa: serán treinta caídos más de Francia.
Pierre Lou, un Belmondo medido en sus expresiones, les muestra el afiche que circula por París. Orgulloso esgrime, «La liberación de Francia ha comenzado». Las fuerzas de la liberación se reunen, se ponen los brazaletes que los identifican y la bandera francesa flamea en Prefectura. La situación se vio favorecida por una huelga general para desestabilizar al gobierno nazi. Los francos no tienen mucho con qué defenderse pero tienen más de cuatro años de cansancio. Hasta un casamiento es interrumpido porque los franceses irrumpen en la iglesia y destituyen al alcalde que oficiaba la boda.
Las bombas molotov son el aliado más accesible. Miles de botellas son vaciadas y vueltas a llenar. Como una parte de la resistencia ha tomado la iniciativa, el General Raoul, ex jefe de las FFI, da órdenes de que todos defiendan París. Los franceses están unidos. Ahora sólo falta la imprescindible ayuda de los aliados.
Un soldado alemán con su espalda en llamas: -¡Malditos franceses! ¡Los mataré a todos! Avisa a los jerarcas y las balas empiezan otra vez. Las molotov ayudan pero no alcanzan. No podrán resistir indefinidamente.
Nording trata de mediar nuevamente: -El enemigo es el ejército aliado. No el pueblo (...) Ordene el cese del fuego. El no muy convencido von Croltitz, quien expresa que la política no le interesa pero que no quiere más alemanes muertos, ordena el cese de fuego que enfuerece a sus superiores. Mientras, las municiones de De Gaulle se hacen esperar.
Los líderes en Francia son puestos bajo custodia de Nording. Aquí, el personaje de von Croltitz empieza a ablandarse en el inexorable camino autoconciente que lo hará rendirse con dignidad.
El Mayor Gallois debe actuar: tendrá que convencer a los norteamericanos que bajen armas en paracaídas. La misión es muy arriesgada y el Coronel Patton no considera que Francia sea una prioridad. Niega ayuda a Gallois pero sí le facilita los medios para ir en busca de Leclerc después de ofrecerle una copa de champagne. Gallois terminan por convencerlos de algo mejor que el plan original: los aliados irán primero a París.
Von Croltitz está presionado y decide poner en marcha la misión más terrible que tuvo. Nording no comprende por qué lleva adelante semejante tragedia si no considera que valga la pena:
–Perdimos la guerra.
–¿Por qué Hitler ordenó la destrucción de París?
-Porque está loco.
El verdadero sentido de este descubrimiento por parte del general germano es ambiguo si pensamos que es el mismo general que no había vacilado en llevar adelante las acciones en Sebastopol y Rotterdam.
Unos alemanes irrumpen en la oficina de von Croltitz. Seguro de que van a matarlo por sus desobediencias, se asegura de tener su arma personal en el cajón. Pero los oficiales tienen una misión surrealista: deben llevarle al fuhrer un tapiz sobre el ingreso de Napoleón en Inglaterra que está en el Louvre. Von Croltitz, que no puede creer lo que oye, más tranquilo, cierra el cajón y prácticamente se burla de los soldados.
Los americanos, solidarizados, se preparan para entrar en París. Un bucólico Anthony Perkins pregunta a un compañero: -¿Qué crees que ocurre cuando mueres? Aunque la frase se resignifique infinitamente, su rostro parece estar en otro lado y el espectador no tiene voluntad de emocionarse siquiera. Es el mismo soldado que en la balasera final es muerto por un alemán por estar tomando bordeaux alegremente en la calle mientras el ejército nazi hacía sus últimos esfuerzos.
Los parisinos no salen de su asombro: -¡Los americanos! ¡Los americanos! Pero atónitos quedan cuando advierten que los tanques que ven pasar por sus barrios son tanques franceses que vienen a liberarlos.
El encuentro final es muy cruel. Von Croltitz se despide de su compañero y se retira habiéndose rendido, siendo prisionero de guerra y dispuesto a firmar la capitulación. Mientras este personaje no pierde la línea un solo momento cuando, según sus palabras, «la hora ha llegado», una voz demoníaca sale de un teléfono descolgado: -¿Arde París? El título alude a las llamadas que hacía Hitler en su obsesión por ver París destruida aún casi derrotado.

Con guión de Francis Ford Coppola y Gore Vidal, basado en el relato Paris brûle-t-il? Del norteamericano Larry Collins y del francés Dominique LaPierre, ¿Arde París? no se ahorra estrellas: Jean-Paul Belmondo, Charles Boyer, Leslie Caron, Jean-Pierre Cassel, Alain Delon, Kirk Douglas, Glenn Ford, y Orson Welles entre otros, además de miles de extras.
Cuatrocientos técnicos trabajaron durante seis meses para lograr a París ocupada. Incluso implicó la construcción de un decorado monumental para reproducir la rue Rivoli donde se rodaban gran parte de los combates.
La crítica de la época no fue del todo benévola. Acusaron a los autores de la novela de haber echado por tierra su propio trabajo de documentación en el intento de reconstruir la psicología de los actores del suceso. Convirtiéndose en una segunda adaptación de estos factores, la de Clément en la realización del film.
Es curioso cómo el espectador espera a De Gaulle de la misma manera que los personajes, quien aparece al final como un salvador sin rastro alguno de las contradicciones de las que fue protagonista y artífice.
El final es por demás conciliador. El alemán termina siendo visto más que humanizado (llama a Alemania para pedir que cuiden de su familia), Leclerc y sus hombres son aclamados por el pueblo, los americanos son amigos y De Gaulle se pasea entre las masas desbordantes de alegría. De cualquier manera, la reconstrucción es formalmente buena pero no se aleja demasiado de una ficción más de lo que sólo la memoria podría dar fe. Sin embargo, no lo hace menos valioso.


Por Natalia Taccetta (natalia@solocortos.com)
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