La adaptación de las memorias del pianista Wladyslaw Szpilman funciona como vehículo para Roman Polanski para internarse en la memoria de la historia.
Al principio, los primeros edictos, prohibiciones y degradaciones se van sucediendo con paso firme, uno tras otro, avanzando en una Varsovia que sucumbe violentamente a los horrores del nazismo. Este comienzo cronológico e informativo sin duda es un acierto en el intento de envolver a un espectador, que acostumbrado a los grandes exabruptos y los golpes dramáticos, ve quebrarse el status quo de una “normalidad” que comienza a corroerse. Por lo tanto, la repetición del terror es percibida como lo que fue, una gestación histórico-política que alcanzó y sostuvo niveles inimaginables y devastadores. Y nos permite adentrarnos en cómo estos comienzos impactaban en personas que, lógicamente, no sabían ni podían saber que iba ocurrir lo ocurrido.
Una bomba estalla en la radio donde Wladyslaw toca su piano. Y aún así el sonríe al conocer a una hermosa admiradora que concurre sólo para conocer al eximio pianista. Aunque la tragedia explota pretende iniciar su conquista, mientras su familia está empacando para huir, alertados por la lectura de las novedades en el diario. La vida ansía seguir su curso, seguir como antes, él desea a esa mujer y por qué no intentar algo con ella, en su familia la información apenas aprensible se choca con las discusiones que tratan de persistir con un aliento cotidiano. Pero estos deseos se encuentran más agobiados por la dificultad que en vías de realización. La ingenua posición del protagonista frente a los hechos y amenazas es persistente pero deberá ir sucumbiendo como todo. En su cita con la joven, un cartel en un café impide la entrada de los judíos, la mujer quiere quejarse, él, en cambio, prefiere retener los espacios y momentos que todavía puede tomar. Cuartado, prefiere conversar con ella en la calle, en donde sea, como sea, pero que todavía pueda ser. Luego, la estrella de David en sus brazos, la humillación de su padre por un oficial nazi, los zapatos del hombre chapoteando en la alcantarilla, golpeado.
La relación de Szpilman con su padre es resaltada y sostenida, y en especial, en la instancia de despedida. Szpilman, ayudado por un colaboracionista, acompaña la columna que es empujada al tren teniendo como eje los ojos de su padre. Muchas son las conclusiones que pueden desprenderse de esta pérdida, en estos términos y de sus implicancias en el hombre. Por supuesto, esta escena constituye un punto de inflexión en su historia así como en la película en sí misma.
Antes, la mujer con la que no inicia una posible relación, lo observa en el desfile de judíos que son trasladados al ghetto, extirpados de la Historia.
Ya en el ghetto, la memoria de Polanski tiene un lugar fundamental para el retrato de la representación cotidiana. Pequeños matices construyen una veracidad inquietante. Por ejemplo, cuando los nazis irrumpen por la noche y se escuchan los murmullos que indican que hay que apagar la luz. Y la familia observa por su ventana, recorte constante de la visión en el protagonista y en el film. Enfrente, un anciano en silla de ruedas, es lanzado al vacío.
En el ghetto también la fragmentación, el mercado negro, los colaboracionistas, los acomodados frente a los que mueren de hambre, excluidos en el mismo encierro.
Los que salen para volver a entrar, ahondado en la inexistencia de un afuera posible, jóvenes que pueden ser material de trabajo. Si bien el pianista participa, en un principio, introduciendo dentro de las bolsas de papas, armas que serán las utilizadas en el histórico levantamiento del Ghetto de Varsovia, vuelve a entrar, ahora a un departamento que le prestan para ocultarse.
En él, hay un piano en el que toca música en silencio. La poesía contrasta o no con el levantamiento que observa desde la ventana. Su individualismo pesa en el hecho de ser sólo un hombre y no un héroe, una soledad de quien sobrevive colmado de muertos. Otra vez, el refugio implica estar cerca. Tanto en la mirada del pianista como en la del director, la distancia pareciera ser la única opción de reflejar aquello que, como en cuadro de manchas, sólo puede ser descifrado desde un alejamiento aún cercano.
Arde el ghetto y Varsovia toda, y, en él, la culpa del que debería haber estado.
La mujer que podría haber amado, hoy embarazada de quien debe ayudarlo cuando ahora que ya no puede quedarse, tampoco, en el departamento. Y resulta significativo el encuentro con ella. No hay emoción ni sorpresa, hay evidencia de vidas que siguieron y nacen reforzando el contraste con las ahogadas.
Y cada vez más vacío, vagabundea capturado en un ritual agónico por entre los escombros de una ciudad arrasada. Para esconderse, se tira al suelo entre los muertos, es uno más.
En el final, todo es confusión. Toca el piano frente a un oficial nazi que le presta su abrigo. Luego, es confundido por los soldados rusos por llevar dicho uniforme. El soldado nazi es capturado y pide por Wladyslaw para que salve su vida.
En contrapunto con la melodía cargada de Historia que en harapos ejecuta, la estrepitosa escena final desafina quizás en un relato medido y sin edulcorantes. Así como la decisión angloparlante, las concesiones de Polanski, si bien resuenan discordantes, cuando menos se presentan claras y evidentes.
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