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:: A través de la delgada cáscara...

El huevo de la serpiente (Ormens ägg/Das Schlangenei/The Serpent´s Egg, Ingmar Bergman, 1976)

En Linterna mágica Bergman recuerda su paso por Alemania en el marco de un plan de intercambio estudiantil: “Le pregunté al pastor si debía levantar la mano y decir “Heil Hitler” como todos los demás. Él contestó: -Mi querido Ingmar, todos lo considerarán como algo más que un gesto de cortesía. Empecé a saludar brazo en alto y a decir “Heil Hitler”. Me producía un efecto raro. (...) Aunque era clase de religión, el libro que estaba en los pupitres era el Mein Kampf (Mi lucha) de Hitler. (...) Los domingos la familia iba a misa solemne. El sermón del pastor era sorprendente. No hablaba basándose en los Evangelios, sino en el Mein Kampf. Durante muchos años estuve de parte de Hitler, alegrándome de sus éxitos y lamentando sus derrotas.(1)
Luego de Cara a casa y con la crítica mayormente en contra por la acusación de evasión de impuestos por parte de las autoridades suecas, Bergman sale de Suecia para volver a Alemania y realizar una de sus películas más convencionales en un sentido y menos típicas en otro. A nivel estructura, la línea dramática principal sigue los cánones más clásicos, personajes definidos psicológicamente, claramente determinados el tiempo y el espacio, dos líneas argumentales más o menos claras, etc. Estos rasgos convencionales no son usuales para el director y menos aún fueron las condiciones que rodearon a su producción. Su productor era esta vez Dino de Laurentis, la película estaba hablada en inglés y su inusitadamente gran presupuesto era alemán. El capital del que Bergman dispuso le permitió darse ciertos lujos como la construcción de gigantescos escenarios, incluyendo una calle entera, más de cien personas a su disposición (cuando lo usual era que Bergman trabajase con diez o quince personas) y también le permitió tener a una estrella de Hollywood, David Carradine. Había visitado primero a Dustin Hoffman que, a pesar de lo tentadora que le parecía la idea de trabajar con Bergman, se arrepintió después de estudiar y hacer comentarios profundos al guión. Luego pensó en Robert Redford quien no logró imaginarse como artista de circo judío (en Imágenes Bergman expresa su profundo respeto por ambos). Luego consideró la posibilidad de que Peter Falk protagonice esta película y luego otros hasta que Dino de Laurentis le mencionó por primera vez a David Carradine. Después de ver algunos trabajos del actor, supo que había encontrado a Abel.
En una filmografía con muchos matices, hay ciertos rasgos que no resisten a cierta reducción. Uno de ellos podría ser la corrosión o destrucción interna de los personajes ante ciertos vacíos existenciales, cuando no metafísicos. En El huevo de la serpiente los personajes no sólo están corroídos por su propia naturaleza sino, además, por una sociedad en clara decadencia, cuyo destino se pronostica tan terrible como abismal. El desafío de los personajes en una Berlín devastada será sobrevivir a todo un mundo que se derrumba primero, y a la propia desolación después.
Después de la Primera Guerra Mundial, Alemania es un caos y está en quiebra. Francia y Bélgica tienen el control de las principales áreas industriales alemanas, la superinflación acosa a la república. Una Alemania llena de miseria donde el gobierno no sabe para dónde ir, donde las fuerzas del enemigo no son del todo identificables o, al menos, están en todas partes y en ninguna; donde el marco es ya prácticamente inexistente y donde “...nada funciona, excepto el miedo”. La muerte no es un fantasma como en otras películas del director o metáforas como en otras producciones sino que está encarnada en figuras difusas que irrumpen en las calles, en los cabarets, en el trabajo, en la vida.
Una terrible paradoja se da entre lo particular y lo universal: el principal enemigo de una sociedad atemorizada es su propia apatía e indiferencia frente a los otros. Otros que se convierten automáticamente en extraños y, por las dudas, en oponentes. Cada uno está abandonado a sí mismo para dejar después el lugar común. La sombra de la Alemania nazi se muestra como un inevitable resultado de esta indiferencia y empieza a cobrar nombre , apellido y víctimas.
Más allá de algunos rasgos inusuales, El huevo de la serpiente tiene a Sven Nykvist como fotógrafo, lo que dista mucho de ser atípico. Nykvist y Bergman supieron hallar inspiración en el expresionismo alemán no sólo en relación al manejo de las luces y sombras, los contrastes y las características intrínsecas a los planos, sino con elocuentes citas como las del Inspector Lohmann, aquel encargado de encontrar al asesino de niñas en M (Fritz Lang, 1931). Gert Fröbe cumple el papel del Inspector Bauer y se refiere a un colega que “ha tenido un duro caso”.

Durante el verano de 1975, Bergman había leido la biografía de Hitler de Joachim Fest y lo sorprendía el diario de trabajo: “La inflación le daba a la realidad rasgos puramente grotescos y aplastó no sólo los motivos de la gente para apoyar el orden establecido sino también su sentimiento de lo duradero en general, y los acostumbró a vivir en un ambiente de lo imposible. Fue el derrumbe de todo un mundo con sus conceptos, normas y moral. Los efectos fueron incalculables.” Al interés que le provocaba el derrume de Alemania, se sumaba que el 19 de novimienbre le llega el primer informe de la Administración Tributaria Nacional y los titulares de prensa empezaban a acusarlo. Escribía en su diario: “La tarde y la noche. Miedo, angustia, vergüenza. Humillación. Rabia. Esto de ser señalado y no poder defenderse. Condenado de antemano por un tribunal que no indaga la verdadera razón. Si he de ser completamente sincero, desde el principio me tomé este asunto con demasiada ligereza. Escuché buenos consejos y pensé que estos asesores naturalmente saben más que yo –es su profesión. Todo estaba en perfecto orden y lo llevaban ejemplarmente personas competentes. (...) Si ahora me tranquilizo y reflexiono, puedo utilizar esto para el personaje de Abel Rosenberg. Él realmente tiene que sentirse así, y puedo contarlo, porque sé cómo se siente uno cuando es acusado y cuánto miedo se tiene, y lo dispuesto que está uno a aceptar un castigo que casi se ha empezado a anhelar.” (2)
“Todos perdieron la esperanza”, dice Abel Rosenberg (David Carradine), un aclamado trapecista de circo que está de paso por Berlín en su peor momento. Llega a la casa de su hermano y tiene el infeliz descubrimiento de que éste se ha suicidado. El Inspector Bauer lo llama a declarar y da comienzo a la paranoia que acompaña a Abel durante esta terrible semana. Abel empieza a anhelar su castigo. Cree que lo están insvestigando por su condición de judío y, desde entonces, estará cada vez más convencido de ello. Se encuentra con un viejo amigo del circo que lo invita a almorzar y, mientras lee el diario, colabora con la persecución de Abel: los periódicos están llenos de acusaciones terribles contra los judíos.
Un lugar fundamental, el cabaret. Debe buscar a Manuela (Liv Ullmann) para avisarle del suicidio de su ex-esposo. Mientras un elocuente número de “militares” con portaligas se divisa en el escenario, Abel busca a Manuela en su camarín. El abrazo de su cuñada es todo lo afectuoso que ambos se lo permiten pero Abel no está preparado para el cariño, no hasta que le informe de lo sucedido. Lo único que tienen, lejos de aplicar para explicación, es una carta del fallecido Max que Manuela ya no puede leer. La letra de antaño es ahora ilegible y lo único que Abel llega a distingiur es “hay envenenamiento”. El envenamiento podría ser cualquier cosa. El envenamiento que la prensa y la gente advierten en las calles a causa de los judíos, el envenamiento que ha dejado la guerra, el veneno que encuentran en sus corazones cansados. De cualquier manera, es uno más de los interrogantes que Abel no puede (ni quiere) plantearse entonces.
El número final comienza y Manuela deja caer varias capas de ropa para estar a tono. Mientras las mujeres pasar y cantan de costado, un hombre lo reconoce al lado del escenario, recuerda a su hermana Rebecca y recuerda también que fumaron el primer cigarrillo juntos. Abel le dice que está apurado y sólo bastan esas pocas palabras para ser reconocido: -Claro... Abel Rosenberg. Como si su acento lo hubiera delatado; un desenmascaramiento que su apellido no hace más que confirmar.
Manuela lo levanta con dificultad de la puerta de su casa. Los dólares que aún tiene le permiten dedicarse a las prostitutas y al alcohol. Abel no necesita un abrazo pero sí necesita llorar. El alcohol se lo hace máa fácil pero Manuela no tiene ese beneficio. Necesita negar su dolor y seguir adelante con sus dos trabajos. Ya mejor, de madrugada, sobresaltado por ruidos en el departamento, Abel le dice que Hans Vergerus lo ha reconocido. Manuela no habla demasiado. Abel refuerza su desconfianza e inseguridad. Su nombre le trae recuerdos encontrados, cuando eran chicos y jugaban en Amalfi pero también cuando Hans tomó un gato, le hizo un tajo y les mostró cómo aún latía el pequeño corazón. Manuela finge dormirse. Abel está casi sobrio, son las cuatro de la mañana y un submundo está vivo aún en las calles. Un joven es golpeado y la policía da la espalda. No entiende qué pasa pero su preocupación es particular. Como si la conclusión de todo fuera “puede pasarme a mí en cualquier momento”.
En el desayuno, pueden tomar café de verdad. -Es la ventaja de conocer gente importante, dice Manuela agradecida fríamente por sus pequeños lujos.
El Inspector Bauer no lo deja en paz. Lo lleva a la morgue donde le hace conocer de otras muertes que se dieron misteriosamente en su vecindario. Grete Hoffer, la última novia de su hermano, ha sido muerta por asfixia; un hombre que se parece a su padre; el joven que controla los focos en el cabaret, un total de siete incluyendo a Max. Abel está seguro ahora: lo torturan porque es judío. -¿No sospechará de mí?
Sin embargo, no puede reconstruir sus últimos días. Ha estado ebrio desde que dejó el circo a causa del accidente de su hermano y una pelea que no les permitió seguir viviendo juntos. Pero Abel no es el único que teme, el Inspector Bauer, está aterrado con el golpe que Hitler prepara. –Todos tienen miedo. (...) Yo también. Nada funciona excepto el miedo. -¡Es porque soy judío! grita Abel y escapa inútilmente por las escaleras de la prisión que no conducen a ningún lugar. Una celda lo sorprende y una gota de agua que sistemáticamente cae sobre su mano hasta volverlo loco.
Todo está al revés. El número en el cabaret es una noche de bodas pero una mujer lleva el smoking y un hombre el velo y el vestido blanco.
Abel está seguro de que Manuela conoce a Vergerus. Ella no niega conocerlo como tampoco puede desconocer que pasaron varias noches juntos y que le ha dado algo de dinero. Ella parece agradecida con su pequeña vida, mientras para el 6 de noviembre, los periódicos siguen hablando de la amenaza del pueblo judío, el veneno.
Manuela va a la Iglesia. –La culpa me abruma, le dice al sacerdote que se muestra indiferente. -¿Habrá perdón? -¿Quiere que rece por usted? -¿Eso ayudaría? –No sé, contesta el cura para perdirle, después, disculpas por su apatía. El temor está comiendo sus corazones, ya ni la fe, ni la seguridad en ninguna suerte de trascendencia puede salvarlos.
Cuando no pueden seguir viviendo en el antiguo departamento de Manuela, Hans Vergerus les ofrece la casa al lado de la Clínica Santa Anna que está vacía. Abel no soporta vivir de la caridad de su mal recordado amigo de la infancia y huye de la casa como si el piso le quemara. Manuela ya no soporta estar rogándole y lo deja ir como si ningún vínculo fuera lo suficientemente fuerte como para mantenerlos unidos. Son, mutuamente, lo único que tienen pero cuando apenas pueden soportar su soledad, los lazos se desdibujan. Abel da unos pasos en la calle. Un primer plano descubre el rostro de la desesperación de Manuela; no es la desesperación por el miedo a la soledad, sino la angustia existencial de seguir viviendo. Abel no lo resiste. Regresa. Un abrazo los une, un beso también.
En el cabaret los números se suceden y, cuando parece que es la única empresa que sigue en funcionamento, la razia se aproxima y con ella los oficiales que quieren salvar a la nación alemana de la lujuria y la indecencia. Preguntan quién es el dueño. El miedo no los mantiene callados: delatar es mejor que inmolarse. Es ese judío de anteojos que conversaba con Abel. Le desfiguran el rostro por esparcir su mugre judía y las llamas lo purifican todo.
Abel comienza a trabajar en el archivo de la clínica. Un tal Silberman y un tal Solterman lo acompañan por miles de pasillos. Un laberinto del que no podrá salir si no lo vienen a buscar. Los archivos son confidenciales. Están en alemán, lengua que Abel no domina. El secreto está bien guardado: no puede leer y no puede salir de allí si no van por él.
Encuentra a Manuela. Le parece más pálida y delgada que nunca. Ella no puede permitirse dejar de trabajar ahora que el cabaret es sólo cenizas. Debe volver al trabajo y una gran sonrisa se transforma en el último beso.
Silberman se asegura de que Solterman no esté cerca: –Algo terrible está pasando aquí en la clínica. Abel hubiera preferido no escuchar, no quiere inmiscuirse de ninguna forma. Evita toda explicación y confidencia. Pero Silberman le muestra unos archivos diferentes. Abel está tranquilo, están en alemán. -¿No puede adivinar de qué tipo? -¿Cómo podría? Silberman no puede retener un secreto que no lo tortura: son experimentos con seres humanos que se han ido efectuando con supervisión de Vergerus.
El ruido de un motor lo trastorna. Manuela sólo lo oye ante la insistencia de Abel como si quisiera complacerlo. Abel teme por el gas. Manuela ya lo había corroborado. El miedo los tiene atrapados en una cioudad que se derrumba, donde son casi los únicos que tienen algo dinero porque tienen dólares, aunque son ilegales, un idioma que les sirve de poco pero los mantiene a salvo y el terrible y el constante ruido de un motor. –Me importa un comino tu miedo, le dice Manuela ante tanta angustia. No hay nada que los pueda afectar más. Deben devorarse uno a otro, porque es todo lo que les queda por hacer. Abel siente que debe irse. No puede quedarse cerca, como si el peligro estuviera en él mismo, como una semilla creciendo dentro de sí. Ve su apellido en una vidriera y lo rompe. El dueño le pega, él besa a la esposa más allá de todo límite y toda trasgresión; nada funciona, excepto el miedo.

Una prostituta se le acerca:
Prostituta:Ven conmigo a mi casa. Es cálida. Tendrás lo que desees. ¿Tienes dólares, verdad?
Abel: Vete al infierno.
Prostituta: ¿Dónde te creés que estamos?

No hay leche en toda Berlín, los almacenes están cerrando. Abel vuelve a la casa de Manuela. El lugar y el no lugar se unen en el mismo sinsentido. Por más que simule que el vínculo no existe, es todo lo que posee. La sangre no los une sino que los separa. Un rojo surco se dibujó en la boca de Manuela y la descubre muerta. Abel ya no tiene ataduras, ni siquiera con él mismo. El flash de una cámara fotográfica le desmonta el espectáculo. Los espejos y ventanas no sólo le devolvían su reflejo, también lo miraban en el sentido más literal. Cámaras ocultas, ojos de otros, el miedo más que nunca. Un hombre se le enfrenta, si no terminaba él en la trituradora, hubiese sido Abel. Daría lo mismo pero el instinto lo aleja de allí. Llega a los archivos de la clínica. Aquellos que le hablaban en otra lengua de las aberraciones más espantosas y que no había querido ver. –Nace un salvador, le dicen. –¿Qué importan unos hombres? Abundan los seres humanos.Vergerus le habla como “un burgués apacible, con todos los visos de respetabilidad, con todas las costumbres del padre de familia que no engaña a su mujer y quiere asegurar un futuro respetable para sus hijos.” (3)
Vergerus le hace un detalle de los experimentos. Algunos consisten en cierta forma de poner a prueba la resistencia, encerrando a una mujer más de 24 horas con un niño que no para de llorar hasta que, sin poder ya dominar sus impulsos, acomete el más despiadado pecado herodiano. Otro es privado de todos movimiento durante siete días y cuando lo sueltan, una terrible angustia lo lleva al suicidio. Buscando la perfección de la raza, aplican Thanatoxin, una droga que provoca una angustia incontrolable que lleva al autoflagelamiento o incluso a la muerte como le ocurrió a Max, el hermano de Abel, que se ofreció para probarlo.
Abel no puede creer lo que oye, no sólo debe hacer el postergado duelo por su hermano sino que, además, debe aceptar que Max estaba de acuerdo con esta clase de experiencias aún a costa de sus propia vida.
Aquel loco está convencido de que vendrán a apresarlos pero que en diez años se reabrirán sus archivos y se seguirá trabajando con ellos. De esta forma, anticipa las abominables experiencias de laboratorio llevadas a cabo durante el régimen nazi, las leyes eugenésicas que se promulgaron unos años más tarde y la terrible denuncia de un tipo de mirada cientificista. –No soy un monstruo. (...) Debemos sacrificarnos. prometiendo una nueva sociedad sin débiles en una mala lectura nietzscheana. –Es como el huevo de la serpiente, a través de la fina membrana ya se puede distinguir el reptil perfecto.
Abel logra escapar de Berlín, aún evitando la custodia que le ponían para escoltarlo hasta el tren que lo llevaría a Basilea. Pero ¿quién podría escapar de aquello que se avecinaba?
En El huevo de la serpiente me metí en un Berlín que nadie reconocía, ni siquiera yo mismo. Ahora creo que el fracaso es más profundo que eso. (...) No se le nota el más mínimo síntoma de cansancio sino más bien todo lo contrario. Es supervital. (...) pero la vitalidad es una fuerza superficial. Y debajo está el fracaso. (4) Sin embargo, Bergman no se arrepiente de haber hecho esta película y la considera una experiencia saludable.
El huevo de la serpiente no habla de las particularidades del nazismo sino que se mete en el tema para universalizar lo terrible de la raza humana que no puede explicar este y algunos otros períodos de la historia. Con Abel va encandenada la constitución del sujeto histórico y, con ellos, el judío y el artista.
Contestando los primeros párrafos, sigue Bergman en Linterna mágica: “Cuando los testimonios de los campos de concentración se abatieron sobre mí, mi entendimiento no fue capaz, en un primer momento, de aceptar lo que veían mis ojos. Al igual que muchos otros, yo decía que las fotos estaban trucadas, que eran infundios propagandísticos. Al vencer, finalmente, la verdad a mi resistencia, fui presa de la desesperacioón, y el desprecio de mí mismo, que era ya una carga grave, se acentuó hasta rebasar el límite de los soportable.” (5)
La película concluye el 11 de Novimebre de 1923 cuando Hitler pierde su golpe en Munich pero, sabido es, solamente se trataba de armisticio falso.

Notas:
(1) Bergman, Ingmar; Linterna mágica, Editorial Tusquets, Barcelona, 1995.
(2) Bergman, Ingmar; Imágenes, Editorial Tusquets, Barcelona, 2001
(3) Descripción que hace Hannah Arendt de Heinrich Himmler (cabeza de las SS) en el ensayo La culpa organizada.
(4) Ibid. 2.
(5) Ibid. 1.


Por Natalia Taccetta (natalia@solocortos.com)
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