Compleja y polémica exploración de una relación y sus culpas
Escena I: Ámbito hospitalario-carcelario y cuerpos femeninos desnudos que, bajo las luces y la mirada de varios oficiales de las SS, se sostienen como figuras vacías. Max (Dick Bogarde), oficial de las fuerzas, las fotografía disfrazado de médico para acercarse desde ese lugar a las condenadas. Un voyeur que se deleita con estas imágenes en apariencia deserotizadas. Y allí está Lucía, una hermosa adolescente encarnada por Charlotte Rampling.
Las discusiones sobre el límite de lo decible, de lo analizable y, sobre todo, de lo representable, no le fueron lógicamente ajenas al cine. Sin embargo, tal vez por la misma dificultad de la necesidad de manifestar y, en otros, tal vez por la fascinación misma, el nazismo y la Shoá fueron una fuente de realización de incontables films. Pero, la frontera entre el compromiso del arte y la utilización por parte de tan doloroso material, es, por momentos, difusa.
En el caso de la directora Liliana Cavani y su film Portero de noche se torna difícil marcar este límite.
La bella Lucía es hoy una mujer que lleva, en apariencia, una vida normal, casada con un músico, se encuentra en Viena por motivos laborales de su marido. Pero posee signos de alteración y su pulso tiembla. En su mente, los recuerdos del pasado no dejan de atormentarla. Imágenes desgarradoras sin posibilidad de procesamiento.
En la Ópera, mientras intenta disfrutar de la obra, la mirada de él se clava en su cuello. Max, está sentado detrás suyo. Y ella naufraga nuevamente en el pasado, en su pasado común que vuelve con ellos. Cuando ella decide girar a observarlo, él ya no está.
Era éste el oficial SS que la acompañaba durante su permanencia en el campo de concentración. Frente a la mirada de otros prisioneros que son presentados, en gran parte, como sombras sin vida, él la trata como a su protegida. Ella es y seguirá siendo su niñita.
Pero Max transmitía órdenes de ejecución, y ella lo sabe. Y lo que es aún peor, nosotros lo sabemos.
Son tiempos de juicio y los jerarcas nazis trabajan para intentar borrar las huellas de sus crímenes. Archivos, testigos, deben eliminar los rastros. Se encuentran en llamativas terapias grupales en las que intentan limpiar, literalmente, su peculiar complejo de culpa. Pero Max no desea hurgar, ni mucho menos, que otros lo hagan, en su pasado. Prefiere pensar en posibilidad de que las víctimas y testigos olviden en paz.
Pero los otros están persuadidos de que hay que liquidarlos ya que entran en detalles, cuentan todo. Afirman que deben defenderse porque la guerra no ha terminado. E ingresamos aquí en uno de los tantos terrenos pantanosos y sumamente complejos que este desafiante film decide transitar. Porque en la repetición de la historia que vuelve a dar cuerpo a los fantasmas, Cavani no parece alejarse de esta aseveración. Y en el ambiguo discurrir de un discurso que condensa de manera, cuanto menos cuestionable, los laberintos de la mente con la omnipotencia de los hechos, todo se confunde de manera irremediable. Citando palabras de la realizadora: Todos somos víctimas o asesinos y aceptamos estos papeles voluntariamente. Sólo Sade lo ha comprendido bien. En cualquier relación existe una dinámica víctima-verdugo expresada con menor o mayor claridad y generalmente vivida a un nivel inconsciente. (1)
Tanto en esta ficción como en la vida real, existen los verdugos y sus víctimas. El pensamiento de que las condiciones hacen al hombre y a sus actos no son patrimonio exclusivo de la directora y, sin embargo, no dejan de ser una búsqueda de justificación al menos discutible. Transmitiendo la noción de que en situaciones límite cualquiera puede hacer cualquier cosa, puede entablarse esta peligrosa idea, mostrada por Lars Von Trier en Europa, de guerra de dos bandos como principio de negación. Así se refiere Max, a pesar de sentir una extraña vergüenza: sano o insano, ¿quién puede juzgar? O cuando Lucía expresa, una vez juntos en el departamento: Yo elegí estar aquí. Es decir, se posiciona como víctima condescendiente con la violencia y hasta colaboradora con ella. En tiempos de juicios como los que se viven en ese momento, más allá de las características particulares de éstos, estas declaraciones son sumamente cuestionables en tanto que no hablan por ellos mismos sino en representación de otros. No se trata de si su relación puede o debe ser juzgada sino, por sobre todas las cosas, la exigencia de juzgar lo que no puede dejar de ser juzgado. Si no, nada termina e inevitablemente se repite, como la historia que ellos comparten.
Así también resulta, en la actualidad, discutible referirse a una dinámica víctima-verdugo o, dicho en otros términos, sádico-masoquista. Una dinámica contiene una obvia relación con un movimiento, y en este sentido hace alusión a un intercambio de roles que no exige ser tal pero que la directora refuerza. Con esto, además, la confusión entre culpable e inocente; aún más si esta confusión se sitúa también entre los fantasmas y la realidad.
Mientras a Max los ex compañeros SS lo presionan para que entregue a la mujer que saben que existe, él la oculta y se oculta. En este recorrido debe matar a un hombre más, que sabe demasiado. Esto no quiere decir que por las noches no tenga pesadillas y remordimientos. Por eso, como él mismo explica, vive como un ratón y trabaja de noche porque frente a la luz del día siente vergüenza.
Cuando irrumpe en la habitación de Lucía, en el primer encuentro frente a frente, cumple con su labor al informarle que no hay línea en Frankfurt, adonde ella intentaba comunicarse con su marido. Rápidamente:
Max: ¿Para qué viniste?
En un ataque furioso tira cosas, la tira a ella que intenta escapar y una vez construida y reconstruida la situación violenta, la besa. Ella se arrodilla frente a él, en total sumisión, y se arrastran en el suelo, se abrazan, se besan. Él sigue preguntando por qué.
Lucía: Te quiero.
Max: Dime adónde ir… Te amo tanto…
Se ríen.
Y él: mi niñita. Todo vuelve a empezar. Él le tira en pedazos el telegrama de su marido, la deja acostada en la oscuridad, ahí donde él se reencarna. Y para terminar su acto: Si quieres llamar a Frankfurt sólo toma el teléfono. Y sale.
Una vez recuperado el poder por parte de él, Lucía le informa a su marido que no irá a Berlín como habían planeado. Ellos dos ya viven juntos. Ella acomoda su ropa, y los recuerdos penetran nuevamente la escena, es él con su uniforme vistiéndola a ella con un vestido. Amor de juventud
Todo comienza a presentizarse, él le da de comer en la boca, se la limpia. Le desciende brutalmente la cabeza para que le practique sexo oral. Ahora pueden perderse, habiendo comenzado a crear un espacio como el de otrora.
Pero los nazis son ahora los que, moviéndose en la clandestinidad, no pueden permitirles vivir por el peligro que a ellos les implica. Varios son los intentos por eliminarlos o solicitar su entrega pero no podrán penetrar este refugio que sólo pertenece a su unión devoradora.
Como parte de su delirio, Max explica su relación no como una relación de amor sino como una relación bíblica. Para esto, recuerda una escena cargada de simbología que refleja la idealización fantasmagórica de Max por su pasado, a la vez que se manifiesta aquí un claro cambio de roles. En este sentido, retomamos la hipótesis desplegada por Cavani tanto de manera manifiesta como latente durante todo el film. Lucía canta Dietrich y baila con el pecho desnudo y con como única vestimenta, un pantalón y una gorra SS, frente a oficiales entre los cuales se encuentra Max. Algunos oficiales tienen puestas caretas carnavalescas mientras que otros evitan mirar. En este citado cambio de roles, ese ella quien se muestra activa y agresivamente seductora mientras que su audiencia ocupa un lugar de pasividad, en especial Max, que la observa atónito aún en su recuerdo. Además, Lucía está disfrazada de hombre y de nazi, reforzando esta idea de dinámica de roles. Él le ofrece como recompensa una caja que contiene la cabeza de un prisionero que la molestaba, y es aquí donde surge esta conexión bíblica a la que Max se refiere, haciendo alusión a la historia de Salomé. Pero surge también y nuevamente una estetización del fascismo, de la que no se puede desprender Liliana Cavani y que de alguna forma insinúa una imposibilidad de fin de la ceguera que éste provoca y de la que no hay salida.
Lucía: No hay cura.
Para que no la lleven los perseguidores, Max la esposa, ella ríe como graficando lo absurdo de este acto, pero a la vez permanece atada. Sólo una vez intenta sacársela, pero se detiene rápidamente por la irrupción de él. Esto, después de que sea un oficial nazi el que ingresa al departamento para intentar convencerla de lo enfermo e inestable de la unión. Max, atacado por los demonios de separación y después de golpearla para que declare lo que a hablado con el oficial:
Max: ¿Por qué tratas de huir de mí?
Lucía: Porque me duele.
Esta simbiosis verdugo-víctima está también marcada en el hecho de que Lucía fuma la pipa de él y Max se lastima con vidrios frente a ella. A la vez, están perseguidos por los nazis tanto como por ellos mismos. Se encierran aún más, él deja su trabajo, tienen provisiones para no tener que salir un tiempo. La guerra no terminó, y, ellos, ahora, son los dos víctimas...
Y como en la guerra, el hambre y el encierro los devoran. Y como en la guerra, el peligro acecha. Max es herido por un disparo desde la calle. Pero sobreviven, lo que parece pesarles a ambos casi con la misma intensidad.
Las escenas de sadomasoquismo tienen, en estas circunstancias, una posibilidad para desplegarse casi como antaño.
Finalmente, él se pone su uniforme y gorra que, evidentemente, aún conserva, le coloca a ella un vestido como el que le había regalado (¿por qué no el mismo?), y salen, juntos, sonriendo, como de paseo, a la búsqueda del disparo.
Notas:
(1) Paula Croci, Mauricio Kogan, Lesa Humanidad. El nazismo en el cine. Buenos Aires, Ed. La Crujía, 2da. Edición, 2003.
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