Infierno 17 (Stalag 17, Billy Wilder, 1953)
“Esta es una película sobre prisioneros de guerra”, nos anticipa una voz en off al comenzar el film. ¿Nos anticipa o nos despista? Así será la relación que propone Billy Wilder, el director.
No es un detalle menor para abordar esta película, que el joven austrohúngaro Wilder a la llegada de los nazis al poder, comprendió que su linaje judío le causaría problemas y se marchó a París. El destino y otros amigos exiliados lo llevaron a Hollywood, donde desarrollará su carrera.
Entonces, ¿Infierno 17 es una película de guerra o no? Sí. Que la búsqueda de un espía alemán dentro de una de las barracas de prisioneros estadounidenses en el campo de concentración nos introduzca por momentos en una trama de suspenso, no la anula como film bélico.
Sin embargo, la historia, los personajes que la llevan adelante, la ironía y la acidez con que son barajados por Wilder son algunos de los elementos que, si bien la enriquecen, generan dudas sobre su clasificación. Discusión que por cierto, no se aborda en lo que sigue.
Es interesante pensar en la elección del director con respecto a cierta negación al dramatismo en la historia y preguntarse acerca del sentido de ello. Si bien transcurre en un campo de concentración, hay soldados, prisioneros, armas, torturas, castigos y amenazas, la cuota de ironía con que está estructurada la historia, podría confundir al espectador que no quisiera ver que, detrás de esas situaciones grotescas, absurdas en algún punto, se esconde el más profundo dolor del exilio y la pérdida de seres queridos en manos del lamentablemente verdadero fascismo.
Un ejemplo, son los soldados alemanes que dirigen Stalag 17. Rozan la estupidez. Aunque no siempre logran su objetivo, los astutos y revoltosos prisioneros norteamericanos engañan fácilmente a sus opresores.
El guardia de la barraca, Johann Sebastián Schultz, es presentado haciendo referencia a un compositor homónimo que tienen los gallinas. Bach sufre las consecuencias de los gustos del Fürer. Ahora bien, Schultz es falluto, previsible y alcahuete. Y no por un error de construcción de personaje, por supuesto. Por momentos pareciera ser operativo, como todos los alemanes de esta historia. Sin embargo, una invitación de los presos a jugar al voley, logra que entregue su arma para estar más cómodo, así logran encubrir a quienes escuchan por radio las noticias de la guerra. Esta actitud está más cerca de los Tres Chiflados o de Sigfrido, el temible agente de KAOS que de un temible guardia alemán.
El General, encarnado por Otto Preminger (otro director exiliado) es el más rudo de todos. Sin embargo, también muestra irónicos matices, ya que sólo para hablar por teléfono con las SS se pone las largas botas del uniforme, preparándose para hacer correctamente la reverencia, con el tradicional golpe de tacos. Tras finalizar la comunicación se descalza nuevamente.
Otro ejemplo es la tortura que utiliza con uno de los presos para saber cómo hizo explotar un tren. Lo obliga a estar despierto casi tres días, interrogándolo constantemente. Si Wilder no fuera mágico, parecería ridículo tan sólo pensar así esta tortura en un campo de concentración. Y esta parodia se refuerza con la aparición de un Oficial del gobierno que viene a verificar que se estén cumpliendo las condiciones impuestas por el Tratado de Ginebra. Agudo él, le pregunta al General por el preso que hace varios días desapareció de la barraca, momento en que el prisionero aprovecha para tirarse a dormir y terminar con ese calvario. En definitiva, fue la aparición del Oficial del gobierno lo que salvó al prisionero Barrel.
Otro aspecto es cómo se presenta a la comunidad de presos estadounidenses. Está el típico antihéroe, Sempton, individualista, ventajista comerciante y materialista; los jefes de la barraca que se encargan de planificar constantemente el tan deseado y frustrado escape; los payasos neanderthales del grupo que se conforman con encontrarse con las presas rusas, con tener alguna foto de una diva y ese tipo de trivialidades, que debieran darle un poco de aire fresco al humor negro del film.
Aquí es donde Wilder embebido de su narrativa clásica, nos lleva todo el film hacia un lugar, que después va a mutar y donde por un detalle clave –en este caso la sombra del cable de la lamparita de luz- se devela la verdadera historia. En donde el espectador se sorprende casi tanto como los compañeros de barraca de Sempton, cuando explica quién es el espía alemán.
Por supuesto que del lugar de antihéroe que le es asignado en un principio, Sempton salta abruptamente al de norteamericano que no le importa arriesgar su vida, con tal de salvar a sus compañeros y a su país.
Wilder tímidamente deja entrever su mirada acerca de este axioma, en boca de Sempton, que antes de partir hacia la supermisión les aclara a sus compañeros que si en un futuro nos llegamos a encontrar en una esquina, no piensen en saludarme, sigan de largo, como si no nos hubiésemos visto nunca antes.
Con la elección de esta forma de contar una película de prisioneros de guerra, Wilder parece seguro de que es la correcta. Sin embargo, quizás sea interesante pensar que lo que hace que la película funcione, no es la omisión de la tragedia que fue el fascismo, sino todo lo contrario, ya que la ecuación es sustituir dramatismo por sarcasmo e ironía. Y esto es válido si pensamos el tema y las ideas se convierten en algo diferente a lo que podrían ser en el exterior de la obra.
Es cierto que al estar el centro de atención en quién es el espía y no en cómo pudo la humanidad permitir que algo así sucediera, las cosas parecieran estar algo desfasadas. La burla a un soldado nazi, que se extiende en todo el mundo, ridiculizándolo, acercándolo quizás a lo absurdo de su existencia conforman una combinación que produce un extraño efecto de regocijo con lo que uno, respetuosamente, debiera conformarse.
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